En el patio del fondo de una casa en Temperley, donde las luces de colores colgaban como cicatrices en las paredes descascaradas, la mesa estaba lista. Una mesa larga, improvisada con tablones, cubierta por un mantel de plástico con motivos navideños comprados en el chino. Era año nuevo, otra vez.
Las sillas, desparejas y algunas rengas, parecían hablar de las ausencias más que de las presencias. Nadie decía mucho cuando llegó el momento de sentarse. La familia, si se podía llamar así, era una mezcla de personajes que durante el resto del año parecían ser más extraños que otra cosa. El tío Jorge, con su whisky en la mano, hablando de un pasado que solo él recordaba como glorioso. La prima Flor, revisando el celular cada dos minutos, aunque ya sabía que no iba a recibir ese mensaje que esperaba. El abuelo en silencio, con los ojos clavados en la silla vacía de la abuela, como si todavía esperara verla aparecer con la fuente de vitel toné.
Y estaban los chicos. Esos chicos. Facundo, de 17 años, sentado con los brazos cruzados y una mirada que gritaba su incomodidad. Sabía que su papá, quien apenas lo veía durante el año, hoy intentaría compensar todo con un abrazo forzado y palabras vacías. Su hermana menor, Camila, jugueteaba con la comida, ajena al mundo, mientras su madre intentaba mantener la sonrisa fija, esa que se rompía cada tanto cuando miraba la botella de sidra.
A las doce, el cielo explotó de colores y ruido. En la mesa, el brindis fue un acto mecánico. Se escucharon las palabras de siempre:
Por un año mejor.
Por la familia.
Por los que no están.
¿Los que no están? ¿Y los que están pero no quieren estar? Facundo se levantó, mirando el teléfono. Salió al frente de la casa y se sentó en el cordón. No podía más con esa mezcla de tristeza y furia. “¿Para qué venimos todos los años a este circo?”, pensó. Su papá salió detrás de él, con una copa en la mano.
Che, Facu, no seas así. Es año nuevo, viejo. Vení, brindemos.
Facundo lo miró fijo.
¿Brindar por qué? ¿Por vos? ¿Por los dos mensajes que me mandaste este año?
El padre no supo qué decir. Dio un sorbo a su copa y volvió al patio, donde el ruido seguía, pero ya nadie lo escuchaba.
Adentro, la tía Susana lloraba en silencio. Había intentado reconciliarse con su hija, pero esta ni siquiera apareció. En una esquina, la prima Flor discutía con su novio por teléfono. Nadie parecía realmente feliz.
Y sin embargo, algo flotaba en el aire. Un deseo encaprichado de estar mejor. De que este año, por fin, las cosas cambiaran.
Las luces del patio seguían encendidas, pero en las miradas brillaba algo más tenue. La esperanza, aunque frágil, resistía. Porque a pesar del dolor, de las sillas vacías, de los silencios incómodos, siempre quedaba esa chispa. Esa idea de que algún día, en algún año nuevo, todo podría ser distinto.
Así terminó la noche. Con platos llenos de sobras, con abrazos torpes y con promesas que probablemente no se cumplirían. Pero también con un cielo que, aunque gris, seguía siendo amplio. Y ahí, en algún rincón de ese cielo, las estrellas parecían susurrar: “Seguí intentando. Aunque duela, seguí”.
En Temperley, como en tantos otros lugares, la vida seguía. Y con ella, esa maldita manía de soñar.
Ariel Villar
Café Temperley
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Ariel Villar
Café Temperley
Muy bueno y real👏
Cuanta realidad y en cuantas casas habrá pasado lo mismo. Cuando entenderá, TODAS las personas, que no sirve de nada "forzar" éstas reuniones.
Abrazo ídolo !!!!
Duro, cierto, copa mas, lujo menos, es la realidad de muchos.
Felicitaciones.