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Socio creativo busca banco que no lo eche

  • 15 may
  • 3 Min. de lectura
Bancario sin empleo en la mesa de un bar

Yo lo conozco. Viene siempre. Suele sentarse en la mesa del fondo, la que da al enchufe, porque desde que lo rajaron del banco vive con la notebook a cuestas. No toma café. Pide té negro, sin azúcar, como si eso fuera a salvarlo del colesterol, del desempleo y de la tristeza post oficina. Tiene cara de tipo que fue prolijo toda la vida, hasta que un día no pudo más.


Según él, la culpa es de la inteligencia artificial.


Me reemplazaron por un Excel con esteroides y un chatbot con tonada de gerente —dice mientras revuelve el té como si fuera un whisky.


Trabajaba en un banco, sí. Administrativo. Pero con alma de guionista. No podía hacer un trámite sin meterle una vuelta de tuerca, una frase ingeniosa, una duda existencial. En los cumpleaños mandaba mails en verso. En los balances anuales ponía epígrafes poéticos. Y en las presentaciones de PowerPoint, metía chistes que solo él entendía.


Yo quería humanizar el Excel — se justifica—. Pero no se puede emocionar a una planilla.


Un día lo llamaron de Recursos Humanos.


—Tus intervenciones no son compatibles con la cultura institucional.


—¿Qué cultura? ¿La de los egipcios, que enterraban vivos a los creativos?


Lo invitaron a “reinventarse”, esa palabra que usan los que te echan y después te mandan un link de LinkedIn. Y el tipo, contra todo pronóstico, lo hizo.


Creó su propio blog. Armó un sitio web solito, sin community manager ni likes comprados. Lo hizo con un diseño medio vintage, medio crocante, como una galletita que se olvidaron abierta. Empezó a escribir lo que le salía: historias de barrio, cuentos raros, reflexiones entre el bidet y la tostadora. Y lo más insólito: la gente empezó a leerlo.


—Yo no entiendo —me confesó una tarde—. Al principio entraban tres: mi hermana, mi ex y un robot de Google. Ahora tengo lectores en Tandil, en Montevideo, hasta uno en Noruega que dice que lo hago reír.


Alguien le preguntó si escribía todo él o si tenía ayuda. Y él, sin levantar la vista del té, dijo:


—Trabajo con dos socios fijos: la creatividad, que a veces llega tarde, y un amigo que no me corrige nada pero me dice "esto está buenísimo, seguí".


Y siguió. Porque en el fondo, aunque nos cueste admitirlo, todos los que venimos al café sabemos que escribir es un acto de resistencia. Contra el algoritmo, contra los jefes que no entienden los chistes, contra los bancos que te sueltan la mano justo cuando se te ocurre una buena idea.


Ahora lo miramos distinto. No por lo que perdió, sino por lo que se animó a hacer cuando lo perdió todo.


Y si alguna vez se cruza con ese robot que lo reemplazó, no va a putearlo. Le va a regalar un cuento. O una taza de té negro sin azúcar. Porque así es él. Un loco lindo con planillas en verso y un sitio web que, de a poco, se le llena de almas curiosas.


Ariel Villar

Café Temperley☕


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Ariel Villar

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