El último vagón

Ariel Villar
5 may
2 Min. de lectura

Actualizado: 17 may

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El último vagón

Me crucé con un tipo en el tren Roca, un martes de esos que pesan en el lomo. Llevaba una bolsa del Coto con algo envuelto en diario y una campera que conoció mejores días. Se sentó frente a mí y me miró con los ojos de alguien que ya entendió todo, o que dejó de intentar entender.

—Mirá lo que es esto —dijo, abriendo el papel de diario con cuidado.

Era un libro. Viejo, gastado, con las hojas amarillas de tanto subirse a los trenes. "Las uvas de la ira", de Steinbeck.

—Un yankee que escribió sobre nosotros sin saberlo —soltó, y yo me reí con la nariz.

—¿Y qué te dejó el libro?

—Ganas de irme —dijo, y esperó un segundo—. Pero más ganas de quedarme y hacerlo mejor.

Ahí me quebró. Porque el conurbano es eso. Una piña en el hígado y un abrazo al mismo tiempo. Es el tipo que está harto pero igual ayuda a levantar la bolsa rota del chino. Es la mina que se va a las cinco de la mañana a un trabajo de mierda y vuelve con pan para los pibes. Es el pibe que se cagó de hambre pero igual estudia diseño gráfico en un celular hecho pelota. Es saber que este país te escupe en la cara, pero igual, entre todos, nos secamos con la manga y seguimos.

Me bajé en Temperley con una idea dándome vueltas. Algo tenía que escribir, algo que hiciera que alguien, al menos uno, quiera empezar de nuevo. Porque, al final, en Argentina, empezar de nuevo no es una opción. Es la única forma de seguir vivos.

Ariel Villar

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