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RUIDO BLANCO

  • Foto del escritor: Ariel Villar
    Ariel Villar
  • hace 1 día
  • 8 Min. de lectura
Portada de la novela RUIDO BLANCO. Hombre mirando desde la ventana de un bar


RUIDO BLANCO - Novela


Dedicatoria


- A quienes alguna vez sintieron que el ruido era demasiado

y el silencio, una necesidad.


- A los que se animaron a frenar

cuando todo empujaba a correr.


- A quienes todavía creen

que vivir no es figurar.


Solapa de autor


Escribo porque escuchar ya no alcanza.

Vivo y trabajo en el conurbano bonaerense, un territorio donde todavía se charla en los cafés, se discute sin guión y se aprende a leer a las personas más por los silencios que por las palabras. De ahí nace este libro.


Ruido Blanco no surgió como proyecto literario sino como una necesidad personal: frenar, mirar alrededor y preguntarme en qué momento confundimos vivir con mostrarnos, opinar con pensar y estar conectados con estar presentes.


No escribo desde la certeza ni desde la superioridad moral. Escribo desde la duda, el cansancio y la incomodidad de sentirse parte de una época que hace ruido, pero escucha poco.


Creo en la palabra dicha sin urgencia, en la conversación larga, en los cafés sin wifi y en la literatura como un espacio donde todavía es posible pensar sin filtros.

Este libro no busca convencer a nadie.

Solo acompañar a quienes, en algún punto, sienten lo mismo.


Ariel Villar

Café Temperley


**Introducción

La época en que nadie escuchaba**


El problema no fue la tecnología.

Eso fue lo último que Raúl Ferreyra entendió.


La tecnología era apenas el envase. El problema era la ansiedad colectiva por llenar cualquier vacío con algo que hiciera ruido. Una notificación, una opinión, una imagen, una bronca ajena adoptada como propia.


Raúl tenía cincuenta años y una vida sin sobresaltos. Ni miserias extremas ni éxitos que dieran envidia. Una vida correcta. Tan correcta que había empezado a resultarle ajena.


Se despertaba cansado.

Se acostaba igual.

Entre medio, cumplía.


No había tragedia. Y sin embargo, algo estaba roto.


La mañana en que apagó el celular fue una mañana común. No hubo señal divina ni crisis espectacular. Solo un gesto pequeño, casi infantil, que hizo sin pensarlo demasiado.


Lo apagó.

Lo apoyó sobre la mesa.

Y se quedó mirándolo.


**Capítulo 1

Vacaciones sin destino**


Raúl pidió las vacaciones completas porque no encontró una excusa mejor.


No estaba enfermo.

No tenía un viaje planeado.

No había pasado nada concreto.


Pero algo venía pasando hacía rato.


En la oficina, el pedido sonó extraño.


-¿Todo bien? -preguntó su jefe, con esa mezcla de preocupación real y trámite administrativo.


-Estoy cansado -dijo Raúl.

No explicó más. No sabía cómo.


Salió con la aprobación firmada y una sensación rara: alivio mezclado con culpa. Como si descansar sin justificación fuera un privilegio inmerecido.


Los primeros días no fueron descanso. Fueron abstinencia.


Se levantaba temprano por costumbre y no sabía qué hacer con el tiempo. Caminaba por la casa como si estuviera buscando algo que se le había perdido y no recordara qué.


El silencio le resultaba incómodo.

El tiempo libre, sospechoso.


Ahí entendió que había vivido años esquivándose.


**Capítulo 2

La casa sin ruido**


Sin el celular, la casa sonaba distinto.

El reloj.

La heladera.

Un perro ladrando a lo lejos.


Ruidos reales.


Raúl descubrió que no sabía estar quieto sin estímulo. Que su cabeza pedía información como un vicio mal tratado. Noticias que no podía cambiar. Opiniones que no había pedido.


La tercera noche no prendió la tele.


Agarró un cuaderno viejo. De esos que quedan en cualquier casa, con hojas amarillas y renglones torcidos.


Escribió:


“Si mañana no estoy, ¿quién me busca?”

“¿Cuántas cosas hice solo para no quedar afuera?”

“¿Cuándo fue la última vez que dije no?”


Leyó lo escrito y cerró el cuaderno de golpe. No por dramatismo. Por pudor.


**Capítulo 3

Café Temperley**


Volvió al Café Temperley caminando, sin pensarlo demasiado. Como se vuelve a un lugar que alguna vez fue refugio.


El café seguía igual. Eso le produjo una tranquilidad inesperada.


Pidió un café solo. Se sentó en el rincón. No sacó el celular.


Alrededor, la escena cotidiana le resultó más clara que nunca.


Gente hablando fuerte para que otros escuchen.

Risas forzadas.

Conversaciones partidas por miradas constantes a la pantalla.


Nadie parecía estar del todo ahí.

Raúl no juzgó. Se reconoció.


El mozo lo miró con atención.


-Volviste -dijo.

Raúl asintió.



**Capítulo 4

El hombre del megáfono**


La plaza estaba llena y vacía al mismo tiempo.


Un hombre gritaba consignas con un megáfono. Cambiaba el discurso según la reacción. Si alguien asentía, profundizaba. Si alguien se burlaba, cambiaba la consigna.


Raúl se quedó mirando un rato largo. Después se acercó.


-¿Creés en lo que decís?

El hombre lo miró como si nadie le hubiera hecho esa pregunta antes.


-A veces -dijo-. Cuando alguien escucha.


Cuando el megáfono se apagó, apareció otra persona. Un tipo cansado, nervioso, pendiente del celular.


-Hablar es existir -le dijo-. Si nadie me escucha, desaparezco.


Raúl se fue con una certeza incómoda: muchos gritaban no para convencer, sino para no sentirse solos.



**Capítulo 5

La mujer que no podía parar**


La conoció en una fila absurda, de esas que se forman sin que nadie sepa bien por qué.


Era perfecta. Al menos en la forma. Postura, sonrisa, tono.


Influencer.


En persona estaba agotada.


-No puedo parar -le dijo, sin vueltas-. Si paro, me hundo.


Raúl la escuchó sin intentar arreglarla. Ella hablaba como quien confiesa un delito menor.


Cuando le pidió una foto, él dijo que no.


-No quiero aparecer en algo que no soy -explicó.


Ella no discutió. Bajó la mirada. Como si, por primera vez en mucho tiempo, alguien le hubiera sacado un espejo.


**Capítulo 6

El pibe del tren**


El tren Roca venía lleno.


Raúl viajaba parado, agarrado de un caño, mirando por la ventana su propio reflejo deformado.


El pibe estaba al lado. Tendría veinte, veintipico. Miraba el celular, pero no con ansiedad. Respondía mensajes de a ratos, guardaba el teléfono, pensaba.


Hablaron porque sí. Porque el tren se detuvo más de la cuenta y alguien comentó algo.


El pibe laburaba en changas. No estaba estudiando. No sabía bien qué quería hacer.


-Lo que no quiero es vivir corriendo atrás de algo que no sé qué es -dijo.


Esa frase se le quedó pegada a Raúl.


No era una declaración brillante. Era honesta.


Raúl bajó del tren pensando que el problema no era la edad. Era el mandato.


**Capítulo 7

Decirse lo que duele**


Esa noche, Raúl se dijo la verdad.


No fue heroico. Fue incómodo.


“No fui valiente.”

“No me animé.”

“Elegí no complicarme.”


No se odió por eso. Pero dejó de justificarse.


Y cuando dejó de justificarse, algo empezó a moverse.


**Capítulo 8

El primer síntoma**


Al intentar prender el celular, sintió náuseas.


Lo dejó sobre la mesa. Pensó que era él.


Hasta que escuchó la radio.


Casos similares. Gente que no soportaba las pantallas. Ansiedad al exponerse. Rechazo a mostrarse.


No era un virus.

Era saturación.


**Capítulo 9

El apagón humano**


No se cayó internet.

Se cayó la necesidad.


Las redes se vaciaron despacio. Como una fiesta que termina sin escándalo.


La gente empezó a hablar en veredas. A mirarse. A quedarse en silencio sin culpa.


Raúl caminaba por el barrio sintiendo que algo, por primera vez, tenía sentido.


**Capítulo 10

La ciudad sin espejo**


Los primeros días del apagón humano no fueron épicos. Fueron raros.


La gente caminaba más lento. Se detenía en las esquinas sin motivo. Entraba a los negocios y se quedaba hablando de más. Como si de golpe nadie supiera bien a dónde tenía que llegar.


Raúl lo notó enseguida en el barrio.


El kiosquero le contó que vendía menos tarjetas, menos recargas, pero más caramelos sueltos.

-La gente se queda charlando -dijo, sorprendido-. Antes entraban mirando el celular, ahora miran la cara.


En el supermercado, una mujer se largó a llorar en la fila. No gritó. No pidió ayuda. Simplemente lloró. Nadie filmó. Nadie opinó. Dos personas la abrazaron. Siguieron.


Raúl sintió algo que no sentía hacía años: estar dentro de lo que pasaba, no mirándolo desde afuera.


Por primera vez, el mundo no parecía un espectáculo.


**Capítulo 11

El miedo a no figurar**


No todos lo vivieron igual.


Hubo gente que entró en pánico. No por la falta de pantallas, sino por la falta de reflejo. Sin likes, sin respuestas inmediatas, sin validación constante, aparecía una pregunta insoportable:

“¿Quién soy cuando nadie me mira?”


Raúl escuchó discusiones en la calle. Gente enojada sin saber bien por qué. Otros reclamaban soluciones rápidas. Nuevas aplicaciones. Terapias express. Algo que devolviera la normalidad.


Pero la normalidad ya no convencía.


En la radio, un especialista dijo una frase que a Raúl le quedó resonando:

“No estamos ante una crisis tecnológica. Estamos ante una crisis de identidad.”


Esa noche volvió al cuaderno.


“No supe quién era porque siempre estuve ocupado siendo lo que se esperaba.”

Escribió despacio. Sin corregir.


**Capítulo 12

Volver al trabajo sin volver**


Cuando se terminaron las vacaciones, Raúl volvió a la oficina.


No fue un regreso heroico. Fue un contraste.


El lugar estaba igual. Las personas también. Pero algo no encajaba. Las conversaciones eran torpes. Nadie sabía bien de qué hablar sin apoyarse en la indignación del día o en el video viral de turno.


Raúl cumplía. Pero no se sumaba.


Ya no tenía ganas de opinar por compromiso.

Ya no reía por reflejo.

Ya no asentía para evitar conflictos.


Eso lo volvió incómodo.


Un compañero le dijo:

-Estás distinto.


No sonó a elogio.


Raúl entendió que no siempre cambiar es bienvenido.


**Capítulo 13

El peso de la verdad**


Una tarde, sin aviso, se le vino encima todo.


No fue tristeza. Fue claridad.


Entendió que había usado el trabajo, las obligaciones y el ruido como excusa para no hacerse cargo de sus propias decisiones. Que había delegado demasiadas cosas en “lo que tocaba”.


Esa noche caminó largo. Sin rumbo. Pasó por lugares conocidos que parecían otros.


Pensó en sus relaciones. En las que sostuvo por costumbre. En las que dejó morir por miedo. En las palabras que no dijo por no incomodar.


No se castigó. Pero tampoco se perdonó del todo.


Y eso fue sano.


**Capítulo 14

El segundo síntoma**


El rechazo a las pantallas empezó a mutar.


Ya no era solo náuseas. Era vergüenza.


Gente que intentaba sacarse fotos y bajaba el brazo a mitad de camino. Personas que escribían mensajes largos y los borraban antes de enviar.


Raúl lo sintió una tarde en el Café Temperley.


Un grupo entró buscando wifi. El mozo negó con la cabeza.


Se quedaron igual.


Hablaron. Al principio incómodos. Después sueltos. Al final, nadie se quería ir.


Raúl, en su rincón, entendió que algo se estaba reordenando sin líderes ni consignas.


**Capítulo 15

Los que no volvieron**


No hubo listas.

No hubo banderas.


Pero hubo gente que decidió no regresar a la lógica anterior.


No se anunciaron.

No se organizaron.

Simplemente eligieron distinto.


Raúl empezó a reconocerlos. No por la ropa ni por el discurso, sino por la forma de estar. Miraban a los ojos. Escuchaban sin interrumpir. No tenían apuro por mostrarse interesantes.


El pibe del tren fue uno de ellos.


Se cruzaron otra vez. Hablaron de laburo, de cansancio, de no saber.


-No sé qué voy a hacer -dijo el pibe-. Pero no quiero volver a correr atrás de nada.


Raúl asintió. Ya no necesitaba respuestas.


**Capítulo 16

El intento de normalización**


El sistema no se rindió.


Llegaron nuevas propuestas. Plataformas más “humanas”. Dispositivos menos invasivos. Autenticidad programada.


Muchos volvieron.


Era más cómodo que bancarse el silencio.


Raúl probó. Duró poco.


La sensación de falsedad era inmediata. Como ponerse una ropa que ya no calza.


Entendió algo simple:

no se puede fingir conciencia sin pagar un precio.


**Capítulo 17

Elegir no destacar**


Raúl no hizo nada extraordinario.


Siguió trabajando.

Siguió pagando cuentas.

Siguió yendo al Café Temperley.


Pero dejó de explicarse.


No necesitó justificar por qué no opinaba de todo. Por qué no compartía. Por qué prefería una charla larga a diez mensajes.


Algunos se alejaron.

Otros se acercaron.


Y estuvo bien.


**Final A

El mundo que se acomodó**


La mayoría volvió.


Con nuevas reglas.

Con viejos vicios.


La vida siguió. Eficiente. Vacía.


Raúl también siguió.

No infeliz.

No despierto.


Murió años después.

Sin ruido.

Sin haber molestado demasiado.


**Final B

El mundo que se animó a frenar**


No fue una revolución.

Fue una deserción silenciosa.


Pequeños grupos.

Espacios sin wifi.

Charlas sin registro.


Raúl siguió yendo al Café Temperley. Siempre al mismo rincón. A veces hablaba. A veces no.


Aprendió a estar.


Y entendió, tarde pero a tiempo, que vivir no era figurar, ni opinar, ni correr.


Era habitar...


Fin.



Ariel Villar

Café Temperley



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