El séptimo protocolo
- 26 mar
- 6 Min. de lectura

CAPÍTULO 1
EL NIÑO QUE NO PARPADEABA
El Dr. Ezequiel Lerman miró por la ventanilla del taxi. Buenos Aires le resultaba extraña después de tantos años afuera. Había pasado la última década en Boston, convirtiéndose en una eminencia en neurocirugía pediátrica.
Volver nunca estuvo en sus planes, pero la oferta de la Clínica San Rafael era difícil de ignorar.
Un hospital privado, con financiamiento de un misterioso grupo inversor, lo contrataba para liderar un programa de vanguardia en neurología infantil. Tecnología nunca antes vista en Sudamérica, le habían dicho.
Pagaban demasiado. Le urgía saber por qué.
—Doctor, llegamos —dijo el taxista.
El edificio era imponente, moderno, casi fuera de lugar en ese barrio. Bajó del auto, sintiendo un leve escalofrío.
Un hombre de traje gris lo esperaba en la entrada.
—Bienvenido, doctor Lerman. Soy el doctor Gutiérrez, director de la clínica. Lo estábamos esperando.
La frase lo incomodó. "Lo estábamos esperando". Como si su llegada hubiera sido más una pieza de un plan que una decisión propia.
—¿Listo para ver el futuro? —preguntó Gutiérrez con una sonrisa.
Lerman no respondió. Lo siguió en silencio.
Dentro del hospital, el silencio era quirúrgico. Demasiado limpio, demasiado organizado. Pasaron por un pasillo con puertas de vidrio esmerilado. En una de ellas, Gutiérrez se detuvo y deslizó una tarjeta magnética.
—Quiero que vea algo.
Era una sala de observación con un espejo unidireccional.
Del otro lado, un niño de seis años jugaba con bloques de colores. Sus movimientos eran exactos, sin titubeos. La geometría en su disposición era perfecta.
Pero lo más perturbador era que no parpadeaba.
—¿Qué nota, doctor?
Lerman sintió un cosquilleo en la nuca.
—No pestañea. No se equivoca. No muestra emociones.
—¿Increíble, no?
—¿Qué le hicieron?
—Nanotecnología cerebral, doctor. Es el primero del programa. Usted dirigirá el siguiente paso.
Lerman sintió que algo se rompía en su interior.
Este trabajo iba a ser su peor error.
CAPÍTULO 2
LA SEÑAL DESCONOCIDA
A la medianoche, Lerman no podía dormir. Encendió su laptop y revisó los expedientes. Ocho niños. Seis de Argentina, uno de Chile, otro de Paraguay. Todos con algo en común: familias de bajos recursos.
Los reportes eran vagos. Hablaban de "optimización neurocognitiva” y "accesos cerebrales ampliados”. Palabras bonitas para algo que no comprendía.
Su celular vibró.
Número desconocido.
Atendió.
—Si quiere seguir vivo, deje de leer esos archivos.
La voz era distorsionada, mecánica.
—¿Quién sos?
—Un amigo. Usted es bueno en su trabajo, doctor. Pero se metió con la gente equivocada.
Lerman se puso de pie de un salto.
—¿Qué están haciendo con los chicos?
—Lo va a saber muy pronto. Pero no le va a gustar.
Corte.
En la pantalla de su laptop, los archivos comenzaron a cerrarse solos.
Alguien lo estaba observando.
CAPÍTULO 3
EL HOMBRE DEL MALETÍN
Al día siguiente, cuando Lerman llegó a la clínica, un auto negro lo estaba esperando.
Un hombre de cabello gris y anteojos oscuros le abrió la puerta trasera.
—Suba, doctor.
—No tengo tiempo para esto.
—Créame, lo tiene. Suba.
Lo hizo.
El interior del auto olía a cuero nuevo. El hombre sacó un cigarro, pero no lo encendió.
—Lo sabemos todo sobre usted, doctor.
—¿Quiénes son ustedes?
—Eso no importa. Lo que importa es que siga haciendo su trabajo. Sin preguntas.
Lerman apretó los puños.
—¿Qué les están haciendo a los chicos?
El hombre sonrió apenas.
—Nada que no se haya hecho antes. Solo estamos acelerando la evolución.
—¿Con qué fin?
El hombre sacó un maletín y lo abrió. Dentro, un contrato.
—Firme esto.
Lerman leyó. Era una cláusula de confidencialidad. Si hablaba, desaparecería.
—No voy a firmar una mierda.
El hombre suspiró.
—Eso pensé.
Sacó su celular, tecleó algo y le mostró la pantalla.
Era una foto de su hermana y sus sobrinos.
—Sería una pena que algo les pasara.
Lerman sintió un nudo en la garganta.
Estaba atrapado.
Y lo peor es que todavía no entendía en qué.
CAPÍTULO 4
EL HACKER
Esa noche, Lerman no volvió a su departamento. Se alojó en un hotel barato de Avellaneda y apagó el celular. No quería ser rastreado.
Encendió su laptop, pero antes de hacer algo, la pantalla parpadeó y apareció un mensaje:
"Si seguís buscando respuestas, nos encontramos en 20 minutos en el bar El Samovar. Mesa del fondo."
No había firma.
Lerman sintió el impulso de ignorarlo. Pero estaba solo y acorralado. Tomó su campera y salió.
El Samovar era un antro oscuro, con olor a tabaco viejo y café requemado. En el fondo, un joven de rulos desprolijos y sudadera negra miraba una tablet.
—Doctor Lerman —dijo sin levantar la vista—, llegó rápido.
Lerman se sentó, tenso.
—¿Quién sos?
El joven sonrió.
—Me dicen Bit. Y sé lo que están haciendo en la clínica.
Lerman entrecerró los ojos.
—¿Cómo?
Bit deslizó la tablet hacia él. En la pantalla había una serie de documentos cifrados. En el encabezado, un logo: ATLAS CORPORATION.
—Esa empresa financia el proyecto. Oficialmente, desarrollan software de IA. Pero la realidad es otra.
Deslizó más archivos. Fotos de reuniones en Suiza. Patentes de nanotecnología cerebral avanzada.
—Están implantando nanochips en los niños.
Lerman sintió que se le helaba la sangre.
—¿Para qué?
Bit bajó la voz.
—Para controlarlos. No ahora, sino en 10 años. Van a crecer con una conciencia artificial implantada que va a moldear sus pensamientos, decisiones y emociones. Un ejército de mentes programadas.
Lerman se agarró la cabeza.
—¿Por qué en Argentina?
Bit se rió.
—Porque nadie lo imagina. Porque acá, si desaparecen expedientes o personas, nadie pregunta demasiado.
Lerman tragó saliva.
—Tengo que hacer algo.
Bit negó con la cabeza.
—No podés. Son demasiado grandes.
Lerman lo miró fijo.
—¿Y vos? ¿Por qué me ayudás?
Bit apagó la tablet y se levantó.
—Porque mi hermano es uno de los chicos del programa.
Y se fue.
Mientras seguís leyendo te sirvo un café?
CAPÍTULO 5
LA PRUEBA DEFINITIVA
Lerman volvió a la clínica al día siguiente con una idea fija: conseguir pruebas.
En la sala de monitoreo cerebral, observó a uno de los niños mientras jugaba con una tablet.
Decidió hacer un experimento.
—Mateo —dijo—, ¿qué pasa si derribás esa torre de bloques?
El niño lo miró con expresión neutra.
—No puedo.
—¿Por qué?
Mateo ladeó la cabeza.
—No está en los parámetros.
Lerman sintió un escalofrío.
Su libre albedrío estaba bloqueado.
Respiró hondo.
—Mateo, ¿qué te gustaría ser cuando seas grande?
El niño parpadeó.
—Lo que determinen.
No dijo "mis padres". No dijo "yo quiero". Dijo "lo que determinen".
El horror fue inmediato.
Lerman revisó los monitores. Cada niño tenía un código de acceso cerebral vinculado a una terminal remota. Una central que regulaba sus pensamientos.
Cerró los ojos un segundo.
Si decía algo, estaba muerto.
Si no hacía nada, estaba condenando a toda una generación.
No tenía salida.
O sí.
CAPÍTULO 6
EL MENSAJE PROHIBIDO
Lerman tomó una decisión desesperada: filtrar la información.
Buscó a Bit.
Lo encontró en un ciber de Lanús, programando algo en cinco pantallas al mismo tiempo.
—Voy a sacar todo lo que pueda del sistema. Necesito que lo hagas público.
Bit lo miró serio.
—No es tan fácil. Si esto sale a la luz, no los frenás. Solo los hacés más cuidadosos.
—Pero al menos se va a saber la verdad.
Bit suspiró.
—No confíes en los medios. Muchos de los dueños están en esto.
—Entonces… ¿cómo lo exponemos?
Bit dudó. Luego, con una leve sonrisa, respondió:
—La única manera es filtrar todo en la darknet.
Lerman asintió.
No era la solución ideal.
Pero era la única que tenía.
CAPÍTULO 7
EL SILENCIO FINAL
Dos días después, Bit subió los documentos a la red oculta.
Las pruebas estaban ahí. La historia se esparció como un virus en foros clandestinos.
Pero algo raro pasó.
Los archivos desaparecieron.
Los enlaces se rompieron. Las cuentas de los foros fueron eliminadas.
El contenido fue borrado del planeta en menos de 24 horas.
Lerman comprendió la magnitud del enemigo.
No estaban jugando.
Esa noche, volvió a su departamento.
Lo encontraron muerto a la mañana siguiente. Aparentemente, un suicidio.
Pero no dejó nota.
Ni rastro.
Solo una cosa quedó en su laptop:
"Fase 1 completada. Fase 2 en proceso.
Bienvenido al nuevo mundo.”
EPÍLOGO
10 AÑOS DESPUÉS
Un grupo de jóvenes, entre 16 y 18 años, se reunía en un auditorio de Suiza.
En sus ojos había algo extraño.
Caminaban igual. Hablaban con la misma cadencia. Sonreían al mismo tiempo.
Un hombre de traje negro los observaba desde un balcón.

Sacó su celular y marcó un número.
—El protocolo funcionó. Están listos.
Del otro lado, alguien rió.
—Perfecto. Activemos la Fase 3.
Corte.
La nueva generación ya no pensaba.
Solo obedecía.
Ariel Villar
Café Temperley☕
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Infinitas Gracias!
Ariel Villar
Café Temperley☕
Muy interesante y real!😬