CRUCES
- 17 abr
- 12 Min. de lectura
Actualizado: 18 abr

CRUCES
Un micro libro sobre lo que nadie cuenta en voz alta
Hay instantes que marcan una vida entera. Gestos mínimos, silencios que retumban, miradas que no se olvidan.
CRUCES es un libro breve, pero lleno de esos momentos. Personajes que se rozan en la frontera entre el deseo y la culpa, el amor y la distancia.
Desde el corazón del conurbano, estas escenas podrían ser tuyas, mías o de cualquiera que alguna vez no supo cómo seguir… y aún así, siguió.
No esperes moralejas. Acá se cuenta lo que en los asados se calla. Acá se escribe con la sangre que no llega a manar.

Capítulo 1: La nena de la Curva
—Te juro que si me volvés a decir "nena", te tiro con el cenicero, dijo Milena, con una media sonrisa y la vista fija en la ventana empañada del aula.
—Tranquila, mi amor, es un decir… No te pongas así —respondió con voz mansa el profesor S., mientras acomodaba su saco azul oscuro sobre la silla del aula vacía.
Era martes. O miércoles. Da igual. En el Instituto San Eugenio, los días se repetían como los rosarios de las viejas de misa diaria. Milena iba al quinto año con una beca que su mamá no podía creer que le hubieran dado. Una beca completa, por rendimiento y por "condiciones especiales". O sea: pobre pero inteligente.
Tenía 17, pero hablaba como una mujer de 30 con años de calle. Boca rápida, mirada afilada y una forma de cruzar las piernas que sacaba de quicio a medio curso, y al otro medio lo intimidaba.
El Profesor Santiago. tenía 41, vivía solo, manejaba un Corolla modelo 2012 con más secretos que kilómetros, y hasta ese año no se le conocía otra mancha que una leve adicción al fernet y la música indie.
Pero ahí estaban, los dos, en un aula vacía a las siete y media de la mañana. Y eso ya era una escena.
—¿Sabés qué me pasa con vos? —dijo ella, bajando la voz hasta volverla seda húmeda—. Que cuando me hablás como profe me aburrís. Pero cuando te hacés el que no entendés nada, me das lástima. Y eso me calienta.
—Milena, por favor. Sos menor.
—¿Y vos qué sos? ¿Un pelotudo?
Silencio. Y ahí, en ese momento, algo cambió. No fue el primer beso. No fue una caricia. Fue algo peor: una sonrisa. Una de esas que no se borran fácil. La de él.
Milena salió del aula con paso firme, y sin mirar atrás. Le dejó el teléfono en vibrador en el banco. Sabía que lo iba a agarrar. Sabía que iba a mirar las fotos.
Y sí. Lo hizo.
En la casa de la calle Anchorena, las palabras importantes no se decían: se sospechaban. Patricia sospechaba que Milena no era la misma desde el verano. El padrastro sospechaba que lo iban a dejar fuera del alquiler. Milena sospechaba que todos eran idiotas.
Y tenía razón, en parte.
Esa noche, Milena no volvió a casa. A las 22:17 salió por la ventana del baño. Llevaba una mochila con una remera negra, dos toallitas, un encendedor y un anotador donde escribía cosas como:
“Mejor perderme a mí misma que encontrarlos a todos ellos.”
Caminó cuatro cuadras hasta la parada del 278, se subió sin saludar al chofer, bajó en Pavón y Las Heras. Entró a una parrilla de mala muerte con una excusa inventada:
"me estoy escapando de alguien que me quiere hacer daño".
El mozo, un venezolano flaco y con pinta de dormido, le ofreció quedarse un rato en el fondo. Nadie preguntó mucho.
Milena se sacó las zapatillas, apoyó los pies sobre una caja de gaseosas vacía, y abrió el anotador.
Escribió:
“Todos los adultos que conocí se están muriendo antes de tiempo. Los que no se mueren, mienten. Yo no quiero crecer si crecer es eso.”
Afuera llovía. Y fuerte.
A las 03:46, un llamado al 911 alertó sobre una figura femenina caminando sola por la banquina de la Autopista Presidente Perón, justo a la altura de la curva conocida como “La del Cristo Descascarado”.
Eran esas lluvias de conurbano que parecen castigo bíblico: chaparrones que desnudan techos, levantan bolsas, apagan motores y limpian memorias.
La policía llegó 20 minutos después. Ya no había nadie. Solo una mochila tirada. Vacía.
En el aula 6 del San Eugenio, el Profesor Santiago. borraba frenéticamente el historial de su teléfono. Transpiraba. Temblaba. Sonaba “The National” en sus auriculares. Pero todo se sentía fuera de lugar.
No sabía todavía que la historia recién empezaba. Ni que Milena, desde un lugar que nadie imaginaba, lo estaba mirando. Muy de cerca.
Capítulo 2: El pibe de los cuadernos
Decían que era zurdo, que hablaba con los muertos, que tenía más cuadernos que ropa interior. Lo cierto es que Teo vivía en una piecita arriba de la gomería del tío. Trece escalones de chapa oxidada separaban el taller del único lugar donde se sentía menos mal.
Tenía 22 años. Laburaba desde los 14. Y desde los 15 que escribía sin parar. Cualquier cosa: ideas, frases, insultos, números, nombres de clientes, sueños eróticos, listas de verdulería. Su mundo era un mar de cuadernos espiralados con tapas de colores ajadas, amontonados como si fueran ladrillos de una casa invisible.
No tenía amigos. No usaba redes. No salía de noche.
—Vos estás enfermo, Teo, le decía el tío.
—No, estoy despierto, respondía él.
—Peor todavía.
Todo empezó una tarde de enero cuando anotó una frase que no era suya. Él estaba seguro.
“El cuerpo habla cuando uno se calla la boca.”
No recordaba haberla leído, ni escuchado. No sabía de dónde había salido. Pero lo jodía. Le sonaba a advertencia. A esas frases que te vienen cuando alguien te está mirando desde una esquina de la vida que no conocés.
Esa noche soñó con una chica de pelo corto, mojada, parada en una banquina. Sin hablar. Sin moverse. Sin pestañear. Y al despertar, una hoja suelta sobre su mesa decía:
"Estoy más cerca de lo que creés."
Teo empezó a dejar cuadernos en la calle. En bancos de plaza, debajo de los asientos del bondi, entre los estantes de las dietéticas. Los escribía con mensajes en clave. Algunos eran poemas rotos, otros relatos que empezaban sin terminar, o simplemente frases que no parecían dirigidas a nadie. Pero todas decían, de alguna forma, lo mismo:
Estoy buscándote.
Nunca supo si alguien los encontraba. Hasta que pasó.
Una tarde de abril, encontró en su mochila un cuaderno que no era suyo. Tapa negra. Sin espiral. Al abrirlo, la primera página decía:
"Me gusta cómo escribís. Pero no sabés con quién te estás metiendo."
Las hojas siguientes eran dibujos. Rostros. Escenas. Letras chorreando tinta negra. Y al fondo, en una esquina, una firma escrita con marcador rojo: Milena.
Teo sintió el estómago encogerse. Nunca había conocido a nadie con ese nombre. Pero la letra le pareció familiar, como si la hubiera leído antes. Tal vez en un sueño. Tal vez en su propia letra disfrazada de otra.
Empezó a buscarla. Como un loco. Empezó a escribirle en sus propios cuadernos. A dejarle mensajes en las paradas del colectivo. A dibujar sus sueños con ella en los márgenes.
Y una noche, al volver del kiosco, encontró un sobre metido bajo la puerta de la piecita. Adentro, un papel con una sola frase:
“No sigas si no estás listo para dejar todo.”
Abajo, una dirección. Y una fecha.
Domingo 23. A las 23:23.
Teo dejó el todo. El trabajo. Al tío. Se rapó. Se puso una campera que no era suya. Y salió.
Lo que no sabía es que esa dirección era el principio de un cruce imposible. Que en esa casa también lo esperaba otra historia, de otro personaje. Y que todos, sin saberlo, estaban bailando al ritmo de un mismo monstruo.
Un monstruo con cara de pasado.
Te sirvo un cafecito mientras seguís leyendo?
Capítulo 3: El crujido del placard
Lunes. Once menos cuarto de la noche. Pilar estaba en el baño mirando su reflejo como si buscara una excusa para no volver a la cama. Tenía 28 años, una hija de 5 que dormía con la boca abierta en su cuarto, y un marido comerciante que ya no sabía si era más pesado dormido o despierto...
—¿Qué hacés ahí metida? —gritó él desde la pieza, sin abrir los ojos.
—Nada. —respondió ella, y volvió a mirarse al espejo.
—Entonces vení. Dale, no seas boluda.
No era miedo. Era un hartazgo que le comía el pecho desde hacía meses. Esa sensación de estar atrapada en una escena que no había elegido, como si su vida la actuara otra persona. Tenía ojeras que no se iban con crema, ganas que no se calmaban con nada, y una libido estancada como la humedad del baño.
Se habían conocido en un cumple de 15. Él era el animador, diez años más grande, lleno de tatuajes y chamuyo. Ella apenas salía del secundario. Le gustó cómo la miraba, cómo le hablaba, cómo la hacía sentir distinta. Y él la subió a su mundo con promesas de libertad, de proyectos, de vivir el presente. Pero el presente se volvió una cárcel. Y los proyectos, cenizas.
La historia con el pibe de los mandados empezó una tarde absurda. Él siempre pasaba con la bici del súper, auriculares gigantes, barba mal afeitada y olor a marihuana fresca. Le decían “Lauti”, pero en el recibo figuraba como “Lautaro R.”
Una tarde de marzo, se cruzaron en la puerta del chino. Él le sostuvo la mirada un segundo más de lo correcto, como si supiera algo. Y ella, por primera vez en años, sintió algo parecido al calor.
El primer mensaje llegó un jueves a las 19:33.
—¿Te puedo confesar algo?
Ella no entendió. No se habían pasado el número.
—¿Quién sos?
—El que te ve por la ventana del chino todos los días.
Silencio. Pánico. Excitación. No respondió por dos días. Hasta que lo volvió a ver, y él le hizo un gesto con la cabeza, como si todo ya estuviera hablado.
—Qué querés? —le escribió ella esa noche.
—Lo mismo que vos. Que alguien me vea como nadie me ve.
Lo que siguió fue un juego idiota y peligroso. Se encontraban en la placita atrás de la estación, entre bolsas de basura y olor a pis seco. Ella se reía como no se reía desde los 19. Él la tocaba como si leyera su cuerpo en braille. No hablaban de amor. No hacían promesas. Sólo transpiraban algo que estaba muerto en otros rincones.
Pero el marido lo notó. Los ojos distintos. La ropa interior que cambiaba. El perfume que ya no usaba para él.
Una noche, ella volvió del kiosco y lo encontró sentado en la oscuridad, con un cuaderno en la mano.
—¿Qué es esto, Pilar? —le preguntó con la voz calma de quien está por romper algo.
—Qué hacés con eso?
—Estaba en el placard. ¿Lo escribiste vos?
No. No lo había escrito ella. Era de otro. De Lauti. Y estaba lleno de frases como:
“La próxima vez no nos separemos más.”
“Voy a sacarte de ahí aunque me maten.”
“Te quiero ver dormir sin miedo.”
Ella no sabía cómo había llegado ese cuaderno ahí. Pero entendió que nada bueno podía venir de eso.
Mandó todo a la mierda.
Al marido.
A Lauti.
A la idea del amor.
Y se quedó con su hija y el silencio. Hasta que una noche, al sacar la basura, encontró otro cuaderno en el cantero debajo de la ventana.
Tapa azul. Letra pequeña. Y una frase que le dio escalofríos:
“Pilar, tenés que venir. Domingo 23. 23:23 hs. Hay algo que tenés que saber.”
La dirección era la misma que encontró Teo.
El cruce ya estaba escrito.
Capítulo 4: Lo que no se dice en la peluquería
Las cosas en la pelu de Lore siempre estaban limpias, ordenadas y con olor a tintura. Las toallas almidonadas, los esmaltes alineados por tonalidad, las revistas sin una sola hoja doblada. Era casi una obra de teatro, montada para que las clientas del barrio crean que todo estaba en su lugar. Pero Lore tenía 32 años, y un pasado que la seguía como olor a keratina mal lavada...
—Che, Lore... ¿te vas a anotar en lo del desfile de peinados del shopping?— le preguntó Romi, la manicura con cara de “todo me chupa un huevo”.
—No sé. No estoy para figurar.
—Ay, dale! Vos la rompés. ¿O tenés miedo de que aparezca ÉL?
Lore no contestó. El secador en su mano tembló apenas.
Tres años antes, Lore había sido otra. Dueña de tres locales, influencer de productos de belleza, y con 40k seguidores que la aplaudían por cada “transición de look radical”. Vivía con Cata, su novia, en un PH con terraza y sillones de colores.
Todo era tan perfecto…Tan perfecto que dolía.
Hasta que apareció Lucas, el ex de la adolescencia. Reapareció como un virus viejo que nunca se fue. Y le revolvió todo.
—Tenés que decidirte, Lore, —le dijo Cata un día, llorando con los ojos rojos.
—No se trata de elegir... sólo quiero entender por qué volvió ahora.
—Porque huele que todavía estás rota.
Tenía razón.
Con Lucas se vieron dos veces. No pasó nada sexual. Pero el fuego fue peor. Ella lo escuchó decir cosas que ninguna pareja estable quiere oír:
—Vos no sos ésto, Lore. Vos tenías hambre, locura, garra. Te apagaron. Te dejaste apagar.
Esa frase la destruyó.
El escándalo fue digital. Un par de chats filtrados, un audio cortado a la mitad, y chau reputación. Las marcas se bajaron. Las seguidoras le dieron unfollow. Cata la dejó.
Y Lore se volvió a Lomas, al barrio, a la pelu que había heredado de su tía. Volvió a peinar viejas, a hacer alisados de emergencia, a bancarse las historias de suegras y traiciones.
Pero la historia con Lucas no terminó. Cada dos o tres semanas, aparecía un sobre en el buzón.
“No terminó lo nuestro.”
“Cata era un paréntesis.”
“Te espero donde siempre.”
"Domingo 23. 23:23.”
Lore no sabía si odiarlo o seguir amándolo. Lo que sabía, era que no podía dejar de leer esos mensajes.
Ese jueves, justo antes de cerrar, entró una clienta nueva. Joven, con cara pálida y una nena dormida en brazos.
—¿Tenés para un corte urgente?
—Siempre, —dijo Lore.
La chica se llamaba Pilar. No habló mucho. Pero Lore notó algo: Tenía los mismos ojos rotos que ella.
Cuando la nena se despertó, dijo una sola cosa:
—¿Vamos a la casa que nos dijo Lauti?
Lore la miró fijo.
—¿Lauti? ¿El de la bici del chino?- dijo Lore.
Pilar la miró, helada.
—¿Lo conocés?
Y ahí, supieron. Había algo raro. Y ese tal Lauti no era un pibe más.
Esa noche, Lore encontró una hoja bajo la puerta. No un sobre esta vez. Una hoja suelta. Tinta corrida. Letra distinta. Un solo mensaje:
“Lore, si no vas el 23, alguien va a morir por vos.”
El cruce ya no era opcional.
Estás pensando en viajar?
Capítulo 5: Domingo 23. 23:23hs
Milena estaba sentada en el living de la casa abandonada y polvorienta pero con sus muebles intactos, inertes. Tenía la expresión inalterable de un viajero del tiempo, como si ninguno de los lugares por los que había pasado le hubiesen provocado sorpresa alguna.
La primera en llegar fue Pilar. Había dejado a su hija con su abuela y a su pareja le dijo que iban a visitarla de pasada.
Empapada por un chaparrón y con el cuaderno en la mochila, golpeó y la puerta de entrada al living estaba abierta. Milena, con una media sonrisa de comisura le señaló una silla como invitándola a tomar asiento, sin decir palabra. Pilar, en silencio, sacó el cuaderno de su mochila y lo puso sobre la mesa sin dejar de mirarla a los ojos.
Lauti y Lore llegaron en Uber en el minuto siguiente, como una casualidad programada por el destino. Milena dijo con voz aplacada:
—Ya casi estamos.
Lore estaba a punto de soltar una pregunta trivial, tipo: "por qué estamos acá?", pero sintió que su propia curiosidad le indicaba silencio.
Por último llego Teo. Con su silencio a cuestas como en su propio cuarto.
Milena barrió cartas, cuadernos y sobres de la mesa con la elegancia y rapidez de un crupier de póker. Repasó con la mirada a los presentes y largó de un tirón:
—A pesar de que no se conocen entre ustedes, están acá por el mismo motivo. Cada una de sus historias parece no tener relación con las demás. Sin embargo, cada uno de ustedes carga con una vida de mierda por un estupido "NO" que no dijeron a tiempo y aún se resisten. Vos Lore, perdiste lo que habías logrado y el paréntesis con Cata fue para explorar una sexualidad que no te permitiste por miedo, y seguís enamorada de Lucas tanto como él de vos. No descarta la posibilidad de que lo agarre una noche pasada de faso y salga a cabecear el Roca. Y seguís diciéndote "NO".
Vos Lauti, pudiste haber accedido a los pedidos de tu antigua novia, si, la hija del neurocirujano, a la que amabas pero te dejó porque te daba paja estudiar. Hoy escondés tu arrepentimiento en una habilidad y encanto con las mujeres ensayada como una obra de teatro, y seguís bicicleteando para un chino. Vos Pilar, que por no decir "NO" seguís bancando a un comerciante cabeza de balde por un techo y la comida para tu hijo, desechando toda posibilidad de ser mirada y deseada como mujer...
Pilar gritó por primera vez en mucho tiempo:
—Pero quién carajo sos vos, pendeja, para revolearnos mierda con un ventilador?!
El silencio se volvió espeso y la lúgubre lámpara del ambiente parpadeó. Milena apoyó lentamente sus palmas sobre la mesa:
—Para que lo puedan entender, lo voy a explicar de una manera estúpida. Hace 17 años me escapé de mi casa y terminé a las 3 de la mañana caminando por la banquina de la Autopista Presidente Perón. Un camionero se durmió y me llevó a pasear en paragolpes hasta Cañuelas. Se me hizo saber que antes de recibir el pase ViP tenía que cruzar a 4 personas con vidas de mierda y hacerles entender de algún modo que las están desperdiciando. Pude haberme negado pero no lo hice, porque entendí que yo podía ser la quinta persona, y que también podía intentar cambiar mi destino, mi suerte.
Tengo 30 años, no 17. Y malgasté todo éste tiempo intentando enamorar de mil formas a la verdadera quinta persona, que también me dijo: "NO".
Después de ésta noche, cada uno de ustedes va a decidir que hacer con su vida, cómo seguir.
Y yo, a riesgo de perder mi "pase", voy a intentar averiguar por qué el Profesor Santiago aquella noche me abandonó en la autopista...
Fin.
Ariel Villar
Café Temperley☕
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