¿Qué harías si fueses mago? Un cuento de Café Temperley
- 10 abr
- 5 Min. de lectura

Ramiro tenía treinta y pocos, una leve panza feliz, y el look estándar de oficinista con sueños: camisa algo arrugada, auriculares siempre enredados y un termo con la tapa rota.
Vivía solo en un dos ambientes de Temperley, con balcón al pulmón del edificio, desde donde se escuchaban los ladridos lejanos de un perro con insomnio.
Un día de calor agobiante y hartazgo laboral acumulado, Ramiro decidió que era momento de gastar sus vacaciones pendientes. Con unos pesos ahorrados y muchas dudas, se compró un paquete a Bali, esa isla lejana que había visto en memes de yoga, arrozales infinitos y gente feliz sin conexión a internet.
Bali: más que un destino, un cachetazo de selva
Al llegar, el impacto fue total. El calor era húmedo como abrazo de sauna, la vegetación parecía salida de un sueño de Ghibli y los templos estaban por todos lados, entre monos, motos y palmeras.
Se anotó en una excursión guiada a las colinas de Ubud, con la promesa de paisajes que lo harían replantearse su existencia. Y vaya si lo hicieron.
En medio de una caminata exigente, Ramiro se distrajo sacando una selfie con una lagartija particularmente fotogénica, y al levantar la vista… no había nadie. Ni grupo turístico, ni guía con gorrito, ni cartelito de “Síganme”. Estaba solo, rodeado de verde.
Caminó horas, cruzó puentes colgantes, saltó charcos, se resbaló en barro y maldijo en varios idiomas. Hasta que, al anochecer, encontró una casita de madera entre la vegetación, con una tenue luz encendida y olor a jazmín.
Tocó la puerta con miedo y esperanza.
—Hello? Anybody? ¿Hola? ¿Permiso?
Le abrió una joven de piel canela, ojos grandes y misteriosos, vestida con una túnica que parecía salida de un desfile de dioses antiguos. Lo miró sin sorpresa. Como si lo esperara.
—You lost —dijo con acento suave.
—Mmm... sí. O sea, yes. I’m losted... lost. Perdido.

Ella rió. Lo hizo pasar. Le ofreció sentarse. La casa era simple pero hermosa, con estatuas, velas y un perfume que mareaba.
—Name?
—Ramiro. You?
—Tara.
Se quedaron mirándose. El diálogo fue torpe, salpicado de gestos y palabras que no sabían si significaban algo, pero sonaban bien. Ella se reía con facilidad. Él se sentía raro, como si el cansancio lo hiciera más gracioso.
Le habló de Buenos Aires, del subte, del colectivo 160, del tipo que le roba el yogurt del trabajo. Ella lo escuchaba como si le estuvieran leyendo poesía.
Antes de irse, porque ya era tarde y debía encontrar al grupo, ella le sirvió un brebaje tibio, de sabor indescriptible. Y le preguntó, muy seria:
—If you were a wizard… what would you do?
—¿Si fuera mago? No sé… arreglaría la fotocopiadora del laburo. Haría que mi jefe se olvide de mí. Que los domingos duren 48 horas. Que vuelva el pebete de jamón y queso de la secundaria.
Ella lo miró en silencio. Le tomó la mano.
—Speak with care. Words are magic.
Y le dio un pañuelito de batik, con dibujos extraños.
Volvió al hotel como pudo, encontró a su grupo justo cuando lo daban por perdido y culpaban al guía. La noche pasó como un sueño. Pero al volver a Temperley… todo cambió.
¿Qué harías si fueses mago?
(Capítulo 2: "Miercolestán hechizados")
Cuando volvió a Temperley, parecía que había soñado todo. Pero no: en su bolsillo aún tenía el pañuelito. Y, más importante, cada vez que decía algo en voz alta... ¡sucedía!
El primer lunes, apenas entró a la oficina—una inmobiliaria con pretensiones de multinacional que alquilaba monoambientes con olor a humedad como si fuesen penthouses en Manhattan—, dejó escapar un deseo sin pensar:
—Ojalá que hoy no venga el pelado de Recursos Humanos.
¡Y zas! A la media hora, un mail anunció que "por motivos de fuerza mayor", el pelado se había fracturado los ligamentos jugando al pádel.
—¡Uy, no! —se lamentó con media sonrisa—. Me parece que me pasé de lengua.
Pero eso fue solo el comienzo.
La oficina mágica: un delirio en tres actos
Acto 1: La fotocopiadora hechizada
Cansado de que siempre le pidieran hacer las fotocopias del “informe anual de sostenibilidad” (que nadie leía), dijo:
—¿Por qué no se copian solas estas porquerías?
Y sí: la máquina empezó a trabajar sola. Pero no solo eso. Empezó a imprimir cosas que él pensaba. Mandó sin querer 37 copias de un poema de desamor que había escrito en 2017 titulado “Tibia, como el tupper del almuerzo olvidado”. Los compañeros lo miraban raro, pero él se hizo el que no era.
Acto 2: El jefe en bucle
Un día, el jefe lo retó porque no había enviado un mail a tiempo.
—¿Por qué no te repetís vos mismo hasta que entiendas lo que decís? —le dijo bajito, enojado.
Y claro: el jefe empezó a repetir la misma frase cada cinco segundos como un loro empastillado:
—Esto no puede volver a pasar. Esto no puede volver a pasar. Esto no puede volver a pasar…
Lo tuvieron que sacar en camilla con auriculares y una playlist de mantras.
Acto 3: El ascensor al séptimo cielo
Deseó: “¡Ojalá este ascensor no se detenga hasta que llegue alguien digno!”. Tardó una semana en bajar. Reapareció con un repartidor de empanadas que se hizo viral por dar charlas motivacionales durante la espera.
Pero el gran cambio vino por un mail.
Una tarde de viernes, mientras se comía una medialuna pegajosa que había quedado de la mañana, recibió un correo de una tal “Rocío de Balcarce”, que venía mal direccionado. El mail decía:
“No puedo seguir pagando el alquiler. Me atrasé dos meses. Tengo dos nenes y no me quiero ir a la calle. No sé si esto lo ve alguien, pero tenía que intentarlo.”
Él leyó eso y se le heló el café. Miró alrededor: todos en la oficina estaban embobados con un Excel. Se quedó callado un rato. Y pensó: “Yo puedo hacer algo”.
Entonces dijo en voz alta:
—Quiero que a Rocío le condonen la deuda del alquiler y le den seis meses más, sin condiciones.
Al día siguiente, alguien reenviaba con entusiasmo un informe “misterioso” que exigía a la inmobiliaria donar tres viviendas desocupadas para fines sociales. Nadie entendía cómo había llegado eso. El jefe, de vuelta ya de su trance, lo llamó a su oficina:
—¿Vos sabés algo de esto?
Él lo miró fijo, y contestó:
—Yo no sé nada… pero si fuese mago, haría exactamente eso.
Epílogo: el verdadero hechizo
Una semana después, caminando por la plaza Espora, vio a una mujer con dos chicos. Estaban comiendo helado, riéndose. Uno de los nenes le gritó:
—¡Gracias, señor mago!
Él se dio vuelta. Rocío le guiñó un ojo. Él sonrió. Y pensó:
"Quizás la magia no era tener poderes… sino tener la oportunidad de usarlos para hacer algo que valga la pena."
Después, se metió en el chino y pidió:
—Un kilo de arroz, un paquete de yerba, y si tenés… ¿pócimas para no hablar de más?
El cajero no entendía nada. Pero le regaló un caramelo media hora.
Ariel Villar
Café Temperley☕
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Ariel Villar
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