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La Grieta

  • Foto del escritor: Ariel Villar
    Ariel Villar
  • 27 jul
  • 20 Min. de lectura

Actualizado: 16 ago

Vereda de una plaza de barrio con una grieta y una bici apoyada en un arbol


📘 Capítulo 1 — El que mira


No era la primera vez que Lucas salía sin rumbo, pero ese lunes tenía algo raro. Como si la calle estuviera por contarle algo, y él —que no era de hablar mucho— decidiera escuchar.


Eran las cuatro y pico. Ni tarde ni temprano. Hora de nadie. El sol pegaba de costado, justo en ese ángulo en que los portones parecen espejos ciegos y las baldosas flojas guardan secretos que sólo el que pisa escucha.


Lucas caminaba despacio. Con la mochila medio vacía, los auriculares puestos pero sin música. Lo hacía seguido. Decía que le gustaba "repartirse" por el barrio. Así lo decía: repartirse. Como si él fuera pedacitos buscando algo que no sabía si se le había perdido o todavía no encontraba.


La primera que vio fue a la madre que vendía prepizzas. Nadie sabía cómo se llamaba, pero todos la conocían. Siempre con el delantal floreado y la remera de un sponsor viejo de Quilmes, acomodando las cajas en una mesa plegable, justo en la ochava de su casa. Tenía tres hijos, pero siempre parecía sola. Hoy hablaba sola. Con una espátula en la mano y una mirada como de no estar del todo ahí.


—Me vas a decir que no te calentás por lo que dijo tu hermana —le decía al aire—. Pero si la dejás pasar, te pisa. Te pisa como todos.


Lucas siguió. No frenó. No porque no le interesara, sino porque ya había aprendido que el barrio habla bajito, y que el que interrumpe se pierde lo mejor.


Media cuadra más y estaba el viejo que escribe cartas. Siempre en la misma silla de mimbre, al lado del limonero, con una radio chiquita y una lapicera que parecía de otro siglo. Escribía en hojas cuadriculadas. Una letra rara, como de escuela vieja. Se decía que mandaba cartas a personas muertas. Que había sido cartero. Que tenía novia en Mar del Plata. O todo junto.


Lucas lo saludó con la cabeza. El viejo le respondió igual, sin dejar de mover la mano sobre el papel.


Después cruzó a Vera. O ella lo cruzó a él, en realidad. Venía en una bici de Rappi que le quedaba grande. Frenó de golpe, bajó y se sacó la campera con bronca. Tenía una remera de Nirvana y un lunar en el cuello que parecía pintado con marcador.


—¿Tenés hora? —le dijo.


Lucas se fijó en el celu.


—Cuatro y cuarto.


—Gracias. Odio llegar temprano.


Y se fue caminando, empujando la bici, como si estuviera enojada con el mundo pero todavía no supiera por qué.


Lucas no la conocía, pero ya la había visto dos veces. Una en la panadería, otra en la parada del 160. Tenía esa cara de los que recién llegaron y todavía no saben cómo se dice “buenas”.


Cuando llegó a la esquina, Lucas se sentó en el murito del almacén de Carlitos. Sacó un alfajor que le había quedado del recreo y lo abrió con cuidado, como si fuese parte del rito.


En la vereda de enfrente, Vale colgaba unos banderines de tela entre los árboles. No había fiesta, ni feriado, ni nada. Pero ella colgaba cosas. Le gustaba embellecer la tristeza del barrio, decía.


Una vez la escuchó decir que los postes de luz eran los huesos del cielo, y que por eso les ponía colores. Lucas no entendió, pero igual le pareció hermoso.


El sol se fue bajando despacito, como quien no quiere molestar. Y Lucas pensó —sin decirlo— que la cuadra estaba viva. Que algo se estaba gestando. Como un silencio que se llena sin que uno se dé cuenta.


Y justo ahí, cuando ya pensaba en volver, pasó Lorena. En su bici celeste, con las rodillas marcadas de vida y una mochila colgando que parecía pesar más que ella.


No lo miró. Pero dejó una estela, como de perfume vencido y ganas de llorar.


Lucas se levantó. Miró para los dos lados, aunque no venía nadie. Y siguió. Con la sensación de que en esa cuadra cualquiera, estaba por pasar algo. Algo grande o algo chiquito, pero algo.


Y él iba a estar ahí para contarlo.


📘 Capítulo 2 — La grieta


El martes amaneció raro. Como si el barrio se hubiese dormido con fiebre.

Lucas salió más temprano, mochila liviana, zapatillas húmedas de rocío y un mate en la mano, porque ahora lo cebaba él. La madre laburaba desde temprano, y el padre no estaba. Desde hacía rato.


Caminó hasta la esquina del almacén, pero no llegó. A media cuadra, algo lo frenó.


La vereda estaba rota. Una grieta profunda se había abierto justo frente a la casa del viejo que escribe cartas. No era un pozo cualquiera. No era de esos que el municipio tapa a los seis meses con asfalto vencido. Era otra cosa.


Parecía salida de un sueño mal dormido.


Un tajo, como si el barrio hubiera hablado por fin. Y lo que decía no era lindo.


Lucas se agachó, miró adentro. No se veía fondo. Un caño asomaba como un hueso viejo. Tierra negra, húmeda, de esa que huele a patio de abuela.


—Se rajó anoche —dijo una voz—. Con la lluvia.


Era Vera. Sentada en el cordón, con la bici tirada al lado. Tenía una caja de empanadas en el regazo y cara de no haber dormido.

—El viejo se cayó ahí.


Lucas la miró, sin entender.


—No mucho. Un tobillo nomás. Lo sacó Vale. Parece que lo vio desde la ventana.


Lucas imaginó la escena: Vale corriendo con su pollera de tul, metiendo los pies en el barro, tirando del viejo por los brazos mientras el limonero perdía hojas.


—Ahora está en lo de la señora de las prepizzas —dijo Vera—. Lo está cuidando. Le puso hielo y lo mandó a callar.


La imagen lo hizo sonreír.


Del almacén salió Carlitos, el dueño, con un mate y un atado de cigarrillos que no pensaba compartir.


—Eso no es casual —dijo mirando la grieta, como si hablara con Dios—. Esto es un mensaje.


—¿De quién? —preguntó Vera.


—Del barrio. O de lo que queda de él.



---


Esa tarde, más de uno se acercó a mirar la rajadura. Algunos la esquivaban con asco. Otros le sacaban fotos. Un nene le tiró una piedra y salió corriendo.


Vale apareció con una cinta de colores y le puso alrededor unos conos naranjas que había robado de la obra del cruce.

—Para que no se caiga otro boludo —dijo.


La señora de las prepizzas asomó con una bandeja.


—Vengan a buscar si quieren. Me salieron un poco quemadas pero es lo que hay.


Lucas miró alrededor. Por primera vez en mucho tiempo, estaban todos en la calle.

Y no era Navidad ni había corte de luz. No había piquetes ni policía.

Era una grieta.



---


Al caer la tarde, apareció otro. Un personaje nuevo. Se bajó de un Gol rojo con una calcomanía del gauchito Gil en el parabrisas y una remera negra con la cara de Gardel pixelado.

Era César, el remisero. Venía escuchando un tango lento, casi en loop, y bajó con gesto lento, como si ya supiera algo.


Miró la grieta sin decir nada. Después miró a Lucas.

—Lo que se abre así, no cierra más —dijo.


Lucas pensó en su casa. En la de Vera. En la de Vale. En todas las casas de la cuadra. Y se quedó quieto.



---


Más tarde, cuando la calle ya se había vaciado y el cielo se había puesto del mismo gris de las mochilas escolares, Lucas pasó de nuevo. La grieta seguía ahí. No se había agrandado ni achicado. Pero era otra. Porque ahora la habían visto todos.


Y los que miran, ya no pueden no ver.


📘 Capítulo 3 — Reunión de vecinos (o de fantasmas)


La grieta seguía ahí, muda y jodida, como un tajo mal curado. Pero no era la grieta lo que importaba, sino lo que había empezado a mover.


El miércoles a la noche alguien pegó un cartel en la despensa de Carlitos: "Reunión vecinal por el estado de la cuadra. Jueves 19:30, en la placita. Llevar reposera, mate o lo que pinte."


No decía quién lo había escrito, pero la letra era de Vale, con sus corazoncitos involuntarios en las "i" y una estrella que reemplazaba el punto final.


A Lucas no le daban muchas ganas de ir. Pero fue. Como todos. Porque cuando el barrio llama, uno va. Aunque no sepa para qué.



---


La placita tenía una farola que titilaba como un semáforo en bajón. Una calesita oxidada. Tres bancos. Y ese pasto ralo que nunca termina de crecer. Ahí se fueron acomodando, medio en ronda, como en acto escolar pero sin bandera.


—¿Y entonces? —preguntó Carlitos, el almacenero—. ¿A quién le tiramos la bronca?


—No es para putear —dijo Vale—. Es para hablar. Escucharnos.


—¿Escucharnos qué? Si ya nos conocemos todos.


Pero no era verdad. Se conocían de ver, de cruzarse. Pero no de escucharse.


La que rompió el hielo fue la madre de las prepizzas, que esa noche llevaba una botella de Coca a medio enfriar y un tapado con olor a horno.


—¿Saben cuántas veces soñé con esa grieta? —dijo, sin que nadie le preguntara—. Que se abre. Que se traga mi casa. Que desaparece todo. A veces me despierto llorando.


Silencio. De esos que no te invitan a decir nada, pero tampoco te dejan callado.


—Mi marido se fue cuando nació el segundo —siguió—. Yo seguí. Vendiendo lo que fuera. Hoy hago prepizzas, pero hace cinco años vendía sandwichitos en la estación. Y antes, bolsas de residuos en la feria.


Se le quebró la voz, pero no los ojos. Como si llorar fuera un lujo que ya no se podía permitir.


—Esa grieta no la hizo la lluvia. La hicimos todos, cada vez que miramos para otro lado.



---


Después habló el viejo de las cartas, con el pie vendado y una frazada en las piernas.


—Yo trabajé treinta años en el correo. Entregaba cartas de amor, de bancos, telegramas, todo. Hasta que un día me pasaron a planta y me pusieron a repartir por email. Me dieron una tablet. Yo no sabía ni cómo se encendía.


Rió solo.


—Me jubilé en silencio. Nadie me despidió. Por eso escribo cartas. Para no olvidarme cómo se siente que te esperen.


Vera lo miraba como si lo viera por primera vez. Tenía los ojos hinchados y una rodilla raspada.


—Yo vine hace un mes —dijo—. Me fui de un lugar donde nadie me preguntaba nada. Pensé que acá era distinto. Pero tampoco se habla. Se esquiva.


Y miró a Lorena, que se había sentado en el tobogán con la bici apoyada al lado. No decía nada, pero se la notaba temblar. Hasta que explotó.


—Yo no sé quién soy —dijo—. A veces me levanto y me acuerdo de todo, otras no. La grieta me recuerda que lo que pasó no se cerró nunca. Tuve un hijo y lo dejé. Me hicieron mierda. Me hicieron elegir.


Se tapó la cara. Nadie la abrazó. Pero todos se acercaron un poco.



---


—Bueno, basta —dijo de pronto César, el remisero—. Esto se está poniendo denso. Yo no vine a llorar.


—¿Y por qué viniste entonces? —preguntó Lucas, sin levantar la voz.


César tragó saliva. Miró el piso. Suspiró.


—Porque yo también soñé con la grieta. Pero la mía está adentro. Desde que mi hermano se ahorcó en ese árbol de allá. Tenía 19 años. Yo tenía 17. Nunca lo conté.


Silencio. Otra vez.


Lucas pensó que esa era la verdadera grieta: la que todos llevaban adentro y disimulaban con prepizzas, tangos o banderines de tela.



---


Esa noche no se resolvió nada. Ni obras públicas, ni petitorios, ni firmar planillas.


Pero cuando se fueron, uno por uno, había algo distinto en la cuadra.


Como si la grieta hubiera cumplido su misión: abrir lo que estaba cerrado.

Recordar lo que se quiso olvidar.

Y mostrar que a veces el barrio no necesita arreglarse: necesita contarse.


📘 Capítulo 4 — La que hace prepizzas


La primera en hablar en la reunión de la plaza fue ella. Y no porque le sobrara voz, sino porque le venía sobrando silencio desde hacía años.


Se llamaba Mirta. Aunque en la cuadra todos le decían “la de las prepizzas”.

Como si ese fuera su apellido.



---


El jueves, después de la reunión, amaneció antes que el barrio.

La levadura apenas había subido, y ella ya tenía las manos en la masa.

Pero esa mañana no era como siempre.


Se tomó unos mates sola, como de costumbre, pero con la ventana abierta.

Puso una radio bajita. Y escribió algo en una hoja de cuaderno.


> “Hoy sueño con vender más que prepizzas. Hoy sueño con que me pregunten cómo estoy.”




No se lo iba a mostrar a nadie, pero lo dejó ahí, a la vista.

Como un cartelito para ella misma.



---


Al rato cayó Vera. Con ojeras, pero con algo en la cara. Como una chispa recién encendida.


—¿Te ayudo?

—¿Sabés amasar?

—No. Pero sé escuchar.


Y así empezó. Entre harina y charlas. Vera venía con el celu filmando. Le preguntaba a Mirta cómo hacía la salsa, si usaba ajo o no, cuántas veces dejaba leudar.

Mirta se hacía la seria, pero por dentro se le notaba el orgullo.

La estaban mirando. Después de años, alguien la estaba viendo.



---


Esa misma tarde, Vale apareció con un canasto lleno de servilletas de tela y etiquetas hechas a mano. Propuso armar combos con nombres de mujeres del barrio.


—Esta se va a llamar “La Lorena”: con rúcula y queso azul. Picante pero buena.

—¿Y la tuya? —le preguntó Mirta.

—La mía no existe. Pero cuando exista, va a tener aceitunas negras y mucho orégano.


Rieron. Las tres. Porque estaban cansadas, sí. Pero también estaban creando algo que no se cocinaba en horno: una alianza.



---


Lucas pasaba seguido. No decía mucho, pero le gustaba ese olor. A salsa. A harina. A algo que no sabía cómo nombrar, pero que olía a antes. A infancia. A madre feliz.


Una tarde Mirta lo llamó desde la vereda:


—Probá esta. Le puse berenjena.

—¿Y si no me gusta?

—La tirás. Pero primero la probás. Porque en este barrio nos bancamos la prueba.


Lucas la probó. No dijo nada. Pero se quedó un rato más, sentado en el cordón.



---


Un sábado hicieron una promo por Instagram. Vera se encargó de las fotos, Vale de los nombres, y Mirta amasó como si el mundo estuviera por acabarse.

Vendieron todo.


—Me van a fundir con tanto amor —dijo, limpiándose las manos con el delantal.


Esa noche escribió de nuevo:


> “Me quedo en el barrio porque esta tierra me vio llorar. Y también me va a ver reír.”


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La grieta seguía ahí. A metros de su casa.

A veces pasaba y la miraba.

Le hablaba bajito, como a una hermana vieja:


—Gracias, che. Por rompernos un poco.

Porque parece que de a poco nos estamos arreglando.


📘 Capítulo 5 — El que escribe cartas


El barrio no volvió a ser el mismo desde la grieta.

Pero tampoco es que se convirtió en otra cosa.

Es como si la herida se hubiera quedado ahí, en el medio, enseñando.

Y los del barrio, sin querer, empezaron a habitar la grieta, en vez de esquivarla.



---


Don Emilio, el viejo cartero, no iba a la plaza desde que inauguraron el mástil, en el ’98.

Pero esa noche fue. Se cayó en la grieta, lo sacaron, y desde entonces algo se le había movido adentro. No un hueso. Otra cosa.

El silencio.


Después de la reunión, volvió a su rutina: la silla de mimbre, el limonero, la radio bajita.

Pero esa semana empezó a hacer algo nuevo.


Sacó su caja de hojas cuadriculadas.

Eligió su lapicera Parker negra, esa que decía que le había regalado “una novia que no llegó a ser”.


Y escribió.


> “A veces uno no necesita que lo salven. Sólo que lo esperen.”




Lo firmó con una letra rara, pero sin nombre.

La dobló.

Y cuando nadie lo miraba, la metió en el buzón de Vale.



---


La carta siguiente fue para Vera.


> “No te vayas todavía. Acá no sobra gente que mire con ganas.”




Después para Mirta:


> “Sus prepizzas tienen algo que no se puede poner en los ingredientes: tiempo.”




Y una para Lucas:


> “No hablar también es una forma de narrar. Pero ojo, que el que sólo mira se puede perder el abrazo.”




No se lo dijo a nadie. Pero cada vez que dejaba una carta, la grieta lo miraba.

Y él le hacía un gesto mínimo con la cabeza.

Como dos viejos que ya se perdonaron.



---


Un mediodía, Carlitos, el almacenero, salió con una carta en la mano y gritó:


—¿Quién carajo anda dejando papelitos sin firma?


Nadie respondió.

Pero todos sonrieron un poco.



---


Un día, Lorena lo esperó sentada en la entrada.

Tenía en la mano una carta.


—¿Usted fue?


Emilio la miró.


—¿Qué decía?


—“Las que se cayeron, se levantan más despacio. Pero se levantan distinto.”


El viejo asintió.


—Yo me caí en la grieta, ¿vio?

—Lo vi.

—Y no me dolió la pierna. Me dolió no tener a quién avisarle.


Lorena no dijo nada. Pero dejó la carta sobre la mesa de plástico que tenía al lado.

Y se fue pedaleando, como siempre.

Pero más liviana.



---


Esa semana, Emilio le escribió una carta a la grieta.

Sí, a la grieta.


> “Gracias por recordarnos que estamos vivos.

Que nos duele la tierra.

Que hay cosas que no se dicen por miedo, pero que se escriben con tinta y pan rallado.”


No la mandó.

Pero la dejó debajo del limonero.

Por si la grieta quería pasar a buscarla.



---


Y desde entonces, cada mañana, alguien más aparecía con una carta en el bolsillo.

Nadie decía nada.

Pero todos sabían.


La grieta ya no era un pozo.

Era un buzón.


📘 Capítulo 6 — Vera y las raíces nuevas


Vera no eligió el barrio.

Llegó como se llega a un lugar donde te mandan: con los brazos cruzados y la cabeza atrás.


Su madre había conseguido una pieza en lo de una tía lejana.

La pieza tenía humedad, un colchón finito y una ventana sin cortina.

Pero tenía barrio.


Al principio Vera no miraba.

Pasaba.



---


Hasta que apareció la grieta.

Y la reunión.

Y las prepizzas.

Y la bici rota con la que empezó a cruzar la cuadra como quien cruza un puente entre dos mundos.



---


Desde que se sumó a la cocina de Mirta, algo cambió.

No porque le gustara la harina, ni porque quisiera quedarse para siempre.

Sino porque por primera vez sentía que alguien la nombraba sin apuro.


—Vera, ¿me alcanzás el tomate triturado?

—Vera, ¿esta salsa tiene gusto raro o es idea mía?

—Vera, pasame el mate.


Era eso.

La estaban nombrando.

Y ella, como si fuera un personaje en construcción, empezaba a aparecer.



---


Empezó a salir a filmar con el celular.


Primero a escondidas: los banderines de Vale, la vereda rota, el gesto de Carlitos cuando daba el vuelto sin mirar, los ojos de Mirta cuando sacaba la prepizza del horno.

Después, de frente: entrevistó al viejo cartero (que no quiso hablar, pero le dejó una carta para leer en cámara) y a César, que le pidió que no lo filme de perfil.


Editaba en su pieza. En silencio. Con auriculares rotos y una App gratis.


Subía los videos a una cuenta nueva: @Lacallequesigue

Al principio nadie la seguía.

Después, uno.

Después, diez.

Después, Vale los compartió y Mirta se hizo TikTok para verlos.

Y así, el barrio se empezó a ver a sí mismo.



---


Un día la madre le dijo:


—Me ofrecieron volver a lo de tu tía en Pilar. Es más grande, hay internet rápido y mejor escuela.


Vera la miró.


—¿Y vos querés irte?


—No me quiero quedar sola.


—Pero yo no me siento sola acá.



---


Ese domingo salió con Lucas a caminar.

Él no decía mucho.

Ella sí.


—¿Sabés qué me pasó? Antes sentía que la grieta era una advertencia.

Ahora me parece una cicatriz.

Fea, pero propia.


Lucas le ofreció un mate.

Ella lo aceptó.

Y se quedaron un rato en la plaza, en silencio.

Viendo cómo una vecina regaba los jazmines con una botella cortada.



---


Esa noche subió un nuevo video.


> “Hay barrios que no aparecen en los mapas.

Pero aparecen en los sueños.

Porque una raíz no siempre nace de la tierra.

A veces nace del encuentro.”




El video terminó con la imagen de la grieta pintada con flores.

Una voz decía:

—No tapamos lo roto. Lo volvimos parte.



---


Desde entonces, Vera empezó a quedarse.

No porque el barrio fuera perfecto.

Sino porque había empezado a querer algo que nunca había tenido:

Pertenencia.


Y eso, pensó, también es un sueño.


📘 Capítulo 7 – Lorena


A Lorena siempre se la vio firme. Firme en el andar, firme en las palabras, firme en la mirada que no esquiva. Pero nadie sabía cuánto le costaba sostener esa firmeza cuando volvía a su casa, cruzaba la reja baja y cerraba la puerta con dos vueltas de llave. Ahí adentro, sola, a veces lloraba en silencio con los codos apoyados en la mesada, esperando que se termine de descongelar la pechuga de pollo.


No tenía hijos. No por decisión, tampoco por imposibilidad. Simplemente no pasó. Convivió un tiempo con un tipo que trabajaba en Edesur, pero cuando se enteró que le mentía con una vida paralela en Lomas, lo echó. Sin gritos. Le dejó el bolso armado sobre el lavarropas y le cortó la luz del pasillo.


Lorena tenía ese estilo de mujer que no suplica. Laburaba en una librería en Temperley, de las pocas que aún sobreviven. Se fumaba las discusiones con la dueña, acomodaba títulos sin que se los pidan y se daba el lujo de regalarle a algún pibe un libro cuando la intuición le decía que lo iba a leer.


La plaza no era su lugar. Hasta ese día.


—Estoy podrida de ver a las nenas sin vereda y a los viejos esperando que pase algo —dijo sin que nadie la interrumpiera.

—¿Y qué querés hacer? —preguntó el remisero, como siempre, buscando el punto flaco.

—Lo que se pueda. Pero hacerlo juntas. —Y usó el femenino a propósito, mirando a Vera, a Vale, y a Doña Elsa que escuchaba desde su silla de lona.


Lorena traía propuestas concretas: talleres en la sociedad de fomento, murales con los pibes, reactivar la biblioteca vecinal que hacía diez años era solo depósito de escobas.


—¿Y si no viene nadie? —preguntó Vale.

—Vendremos nosotras, con mate y tiempo. A veces, eso es más que suficiente.


La grieta en Lorena era otra. Más sutil, más callada. No era entre vecinos ni ideologías. Era entre la mujer que había aprendido a arreglárselas sola y la que ahora, por primera vez en mucho tiempo, aceptaba formar parte de algo más grande que su mundo.


Esa noche no lloró en la cocina. Se sirvió un vaso de vino, puso un disco de Chavela Vargas y se sentó en la reposera que había llevado a la plaza. Sonrió sola. No como quien está feliz, sino como quien ya no carga todo el peso en soledad.


Y mientras el vino bajaba despacio, se permitió pensar que tal vez, solo tal vez, no estaba tan mal quedarse en un lugar que por fin empezaba a cambiar con ella.


📘 Capítulo 8 – Vale


Vale tenía quince, pero a veces hablaba como si hubiera vivido el doble. Y otras, como si recién estuviera aprendiendo a confiar en el mundo. Su forma de vestir desentonaba con la cuadra: borcegos pintados a mano, remeras que intervenía con aerosol, y unos aros enormes que le colgaban como amuletos. Siempre llevaba algo en la mochila: pinceles, cuadernos, hilos, témperas gastadas. A veces también miedo. Pero de ese hablaba poco.


Después de la charla en la plaza, Vale no volvió a ser la misma. Algo se le acomodó por dentro. Como cuando uno se da cuenta de que no está tan loco, que hay otros que también se sienten igual de desajustados. Empezó a pasar más tiempo con Vera y Lorena. Las escuchaba, preguntaba, opinaba, y dibujaba.


—El barrio también se puede escribir, ¿no? —le preguntó una tarde a Lorena, mientras pintaban el mural en la esquina.

—Se puede escribir, pintar, cantar, recordar. Todo sirve si no queremos que nos lo borren —respondió ella, con el pincel mojado en verde.


En la escuela, seguía sintiéndose afuera. Pero ya no le dolía tanto. Porque al volver, tenía la plaza, las historias compartidas, y esa sensación rara de que estaban haciendo algo. Aunque fuera mínimo.


El cambio en Vale fue lento, como el de las raíces cuando empiezan a abrazar de nuevo una tierra que parecía seca. Se la veía más segura, menos enojada. Volvió a hablar con su mamá, aunque todavía le costaba. Empezó a escribir poemas sobre la vida de los demás, y los dejaba colgados con broches en el árbol más grande de la plaza.


—No quiero que me conozcan por lo que me pasó, sino por lo que hago con eso —le dijo a Vera un sábado de sol, sentadas en la vereda con mate y bizcochitos.


Ese día, entre risas y confesiones, pensaron en un proyecto juntas: un “archivo vivo” del barrio. Entrevistarían a los más viejos, registrarían las anécdotas, las casas demolidas, los boliches que ya no están, las calles que cambiaron de nombre. Todo eso que desaparece si nadie lo cuenta. Y ellas lo contarían.


La grieta que tenía Vale era distinta. No entre ella y el barrio, sino entre quién era y quién sentía que podía llegar a ser. Y por primera vez, sentía que podía cruzarla sin caerse.


En su pieza, esa noche, colgó una hoja con la frase que repitió durante días como un conjuro:

"No hay que irse para encontrar lo nuevo. A veces, hay que quedarse y mirarlo distinto."


📘 Capítulo 9 – El pibe que vive con la abuela


Se llama Tomi, pero todos le dicen “el pibe que vive con la abuela”. Como si no tuviera identidad propia, como si su historia empezara recién cuando la madre se fue —o se perdió, o se cansó— y la abuela lo trajo al barrio con lo poco que quedaba. Tenía doce en ese momento. Ahora, casi dieciséis, y esa mezcla de madurez forzada y ternura intacta que tienen algunos que crecieron más rápido de lo que hubieran querido.


Tomi no hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, había que escucharlo. No decía boludeces. Observaba más de lo que opinaba. Y aunque la mayoría en la plaza lo veía como un espectador, él ya estaba armando su película.


Vivía en una casa baja, al fondo de un pasillo largo con helechos colgados. La abuela, Azucena, era jubilada de la Telefónica. Lo criaba con una mezcla de amor blindado y órdenes secas:

—A la escuela no se falta.

—A la calle se la mira con respeto.

—Y si vas a soñar, hacelo con las dos patas en el suelo.


Después de aquella tarde de confesiones en la plaza, Tomi empezó a escribir. Lo hacía en un cuaderno tapa dura que le había regalado la tía Tita. Historias del barrio. Algunos leídos, otros inventados. Uno sobre el cartero. Otro sobre Vera y su bicicleta. Uno más triste, donde desaparecía su abuela y nadie más sabía quién era él.


Empezó a juntar palabras como quien junta figuritas difíciles: una a una, con paciencia, sabiendo que en algún momento algo se completa.


Fue Vale la que le dijo:

—Mostrálo. Es buenísimo lo que escribís.

Y él le creyó. Por eso, una tarde, leyó uno de sus textos en voz alta, al pie del árbol de los poemas colgados.


El texto hablaba de alguien que buscaba su casa sin encontrarla, porque todo en el barrio había cambiado. Pero al final, una señora con delantal y olor a jazmín lo reconocía, le abría la puerta, y le decía: "Bienvenido. Acá siempre fuiste vos."


Hubo un silencio largo. Después, aplausos. Sin exagerar. Pero sinceros.

Esa noche, Tomi no durmió. No por miedo. Por emoción. Como si de golpe, en vez de ser “el pibe que vive con la abuela”, fuera simplemente Tomi. Un Tomi con cosas para decir. Con futuro.


Y mientras más se integraba a ese grupo variado de soñadores barriales, más sentía que la grieta —la que tenía con su pasado, con el dolor de haber sido dejado— no desaparecía, pero se achicaba.

Como si el barrio, con sus contradicciones y sus abrazos torpes, le estuviera armando una especie de puente.


Esa semana escribió una frase y la pintó en la pared de la plaza, abajo del mural de Lorena:


"No se trata de volver al pasado. Se trata de quedarnos con quienes lo recuerdan."


📘Capítulo Final – La cicatriz


Volví muchos años después.

Con la barba entrecana, la mirada más lenta, y ese impulso inevitable de pisar donde alguna vez fuimos otros.


La plaza estaba casi igual, pero distinta. Cambiaron los juegos, pintaron los bancos, y alguien —no supe quién— se encargaba de regar los malvones. El mural de Lorena seguía ahí, con el color un poco apagado, pero intacto. Y abajo, todavía podía leerse la frase de Tomi, ahora con un corazón dibujado al costado. Supongo que fue Vale.


Caminé sin apuro. Me senté en el banco de siempre. Ese que tenía una mueca en la madera, como si alguien lo hubiera tallado con los dientes del tiempo. Me puse a recordar.


La grieta fue real. La vimos, la tocamos. Se abrió como una herida entre las veredas, y con ella se abrieron también nuestros miedos, nuestras broncas, nuestras grietas personales.

Fue el barrio el que nos obligó a mirarnos, a preguntarnos qué queríamos construir de verdad.


El viejo cartero murió ese mismo invierno. Lorena se fue del barrio con su mamá, pero dejó una caja con cartas que hoy guarda la biblioteca popular. Vale se convirtió en profe de arte. Tomi publicó un libro que lleva por título una sola palabra: Abuela.


Nos cambió la grieta.

Y no porque la hubiéramos cerrado con soluciones mágicas.

La cerramos caminándola, discutiéndola, llorándola… hablándonos de frente.

De eso se trata una cicatriz: de sanar a pesar del corte.


Caminé hasta la esquina donde había estado la abertura. El suelo, ahora, mostraba una línea apenas más oscura, como si la tierra misma hubiera querido olvidar.


Me agaché. Puse la mano. Tibio. Vivo.


Nadie más hablaba de eso. Era un recuerdo que ya no dolía, pero que nadie se animaba a negar del todo. Como cuando nombrás a alguien que amaste y ya no está. No es tristeza. Es memoria.


Antes de irme, crucé la calle y volví a mirar la plaza.

Era otra, sí. Pero también seguía siendo la misma.


Quizás, pensé, todos los barrios tienen una grieta.

La diferencia es qué hacemos con ella.


Yo elegí quedarme del lado de los que no la niegan.

De los que, aunque no siempre entienden, se animan a cruzarla.

Porque al final, eso somos:

un barrio con cicatrices... pero de pie.


Y eso, créanme,

es muchísimo.




📘 Epílogo – Lucas


Si este relato llega a tus manos, es porque algo de todo eso sigue latiendo.

Yo me fui, sí. Pero nunca del todo.

Uno no se va del lugar donde fue testigo de cómo un barrio aprende a quererse con sus grietas.

Gracias por leer.

Y por mirar con ternura eso que a veces asusta:

el cambio.


Nos vemos del otro lado.


— Lucas.



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Posdata (frase fileteada en la pared del Café Temperley):


“No hay barrio sin grieta,

ni grieta que resista el abrazo de la memoria.”



Ariel Villar

Café Temperley☕


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Ariel Villar

Café Temperley☕




1 comentario

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Miri
03 sept
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Lo terminé recién, muy bueno 😄

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