"La esquina de los silencios"
En el Café Temperley, los jueves tenían sabor a rutina y misterio. La tarde avanzaba lenta, con el murmullo de la avenida como telón de fondo. Hugo y Sofía ocupaban su mesa habitual, cerca de la ventana. Él, con su boina inclinada y la mirada de quien siempre lleva algo para decir, observaba el mundo con un escepticismo amable. Ella, con sus lentes nuevos y el porte de una maestra que nunca dejó de serlo, disfrutaba de jugar a adivinar las historias de los demás.
A pocos metros, Carla y Ramiro parecían un eco inquieto de los dos jubilados. La joven tamborileaba los dedos sobre la mesa, impaciente, mientras él seguía mirando su celular como si allí estuviera la respuesta a todas las preguntas que no sabía cómo responder.
No entiendo, Rami. Si no querés estar conmigo, decilo de una vez -soltó Carla, con un nudo en la garganta.
No es eso -respondió él, sin mirarla-. Es que no sé si quiero estar con nadie.
Hugo, que nunca resistía la tentación de entrometerse, dejó la taza en el plato con un ruido intencional.
Pibe, te voy a decir algo que nadie te dice: el miedo no es una excusa. Es un síntoma.
Ramiro levantó la mirada, sorprendido. Carla lo miró con una mezcla de curiosidad e incredulidad.
¿Perdón? -dijo el chico.
El miedo -continuó Hugo, apoyándose en la mesa- te avisa de que estás a punto de hacer algo importante. Algo que puede salir mal, sí, pero también puede cambiarte la vida. Si no sentís miedo, es porque no vale la pena.
Sofía, que ya había escuchado esa teoría antes, levantó una ceja.
No te pongas filosófico, Hugo. Los chicos necesitan escuchar otras cosas.
¿Ah, sí? ¿Y qué? ¿Que todo va a estar bien? Mentira. No siempre está todo bien -respondió él, con una sonrisa irónica-. Pero eso no significa que no valga la pena intentarlo.
Carla intervino, con un tono más suave.
¿Y ustedes cómo lo saben? ¿Siempre estuvieron juntos?
Sofía sonrió, como quien guarda un secreto que ya no duele.
No, querida. Cada uno tuvo su historia. Yo estuve casada con un hombre maravilloso que, lamentablemente, se fue demasiado pronto. Hugo... bueno, Hugo es un caso aparte.
Un desastre, querés decir -rió él, encendiendo un cigarrillo imaginario-. Pero mirá, entre los aciertos y los fracasos, aprendí algo: no hay fórmula mágica. Lo único que importa es ser honesto con uno mismo y con el otro.
Ramiro se cruzó de brazos, pensativo.
Pero si no funciona... ¿Qué pasa si termino como mis viejos? Siempre peleando, siempre infelices.
Entonces aprendés -dijo Sofía, con una ternura sabia-. La felicidad no es un destino, es un proceso. Cada vínculo te enseña algo, aunque no dure. Lo importante es no cerrarte por miedo al dolor.
Carla miró a Ramiro, con los ojos llenos de lágrimas.
¿Y vos? ¿Qué querés? Porque yo no quiero más esta incertidumbre.
Ramiro respiró hondo y, por primera vez en semanas, dejó el celular a un lado.
Quiero intentarlo. Pero no como un proyecto que tiene que salir perfecto. Quiero... estar con vos, como salga, como podamos.
Hugo golpeó la mesa suavemente, satisfecho.
¡Eso es, carajo! ¡Eso es amor! No una promesa eterna, sino la decisión de estar ahí, aunque el suelo tiemble.
Carla y Ramiro se miraron, y algo en sus ojos cambió. Todavía había dudas, pero también una chispa de esperanza.
Antes de irse, Hugo dejó una última frase en el aire:
La vida no te pide garantías, pibes. Solo que te subas al tren antes de que se te pase la estación.
Esa noche, Carla y Ramiro caminaron juntos por las calles de Temperley. Hablaron de sus sueños: ella, con su pasión por el diseño gráfico; él, con su amor por la música. Los miedos seguían ahí, pero ya no eran una barrera, sino un recordatorio de que estaban vivos, creando algo nuevo.
En la esquina de los silencios, donde generaciones se cruzan y las grietas se borran por un rato, quedó flotando una verdad simple pero poderosa: el amor, como la vida, no necesita certezas. Solo valentía.
Ariel Villar
Café Temperley
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Ariel Villar
Café Temperley
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