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La balanza rota

  • 19 abr
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 6 may

La balanza rota

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El mundo cambió, y no siempre para mejor. Los que crecimos creyendo en valores simples pero firmes —como el respeto, la responsabilidad, el esfuerzo, la búsqueda del amor verdadero y la libertad de decir lo que pensamos— hoy sentimos que tenemos que andar con la lengua en el freno de mano. Y no por miedo a ofender, sino por miedo a ser borrados del mapa social por no repetir el eslogan de moda.


Nos educaron para escuchar y convivir con otros, pero ahora pareciera que escuchar solo vale si asentís. Que convivir solo sirve si renunciás a lo que sos para no incomodar a nadie. Y en esa lógica, muchos terminamos tragando comentarios, tragando dudas, tragando hasta las ganas de hacer un chiste entre amigos. Porque ya no hay margen para disentir, ni siquiera con respeto.


Lo triste es que el péndulo no se detuvo en el equilibrio, sino que se fue al otro extremo. Y en nombre de la inclusión —que apoyo, siempre que sea genuina— se está instalando una idea peligrosa: que si no aplaudís todo, sos un enemigo. No importa si criaste hijos con amor, si enseñaste a respetar a los demás, si fuiste un tipo correcto toda la vida. Si no decís lo correcto, quedás afuera.


No se trata de negar que el mundo necesita abrir la cabeza. Se trata de que no te obliguen a arrodillarte frente a cada nuevo dogma que aparece. Hay cosas que se pueden aceptar, acompañar, incluso comprender... pero eso no significa que uno tenga que dejar de pensar o tragar todo sin filtro.


Y no, no me parece normal que un adolescente pueda experimentar libremente su sexualidad —cosa que puede estar bien si se hace con conciencia— mientras un adulto no puede ni insinuar un pensamiento o deseo sin que lo tilden de degenerado. Tampoco me parece lógico que se premie el delirio por encima del sentido común. No se puede vivir con miedo a decir: “No lo comparto”.


La balanza, esa que regulaba el equilibrio entre libertad y responsabilidad, se rompió. Y hoy muchos nos sentimos en silencio, caminando la cornisa del absurdo, mientras vemos cómo nuestras propias convicciones son tratadas como reliquias incómodas.


No me interesa imponer mi visión. Solo quiero el derecho a expresarla. Porque ser “normal”, en el sentido más llano y humano de la palabra, no debería ser una culpa. Ser padre, criar con amor, pensar diferente, decirlo con respeto y seguir buscando sentido a todo esto... tampoco.


Y sí, lo escribo con la frente en alto. Porque también tengo derecho a la palabra.


Ariel Villar

Café Temperley


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Ariel Villar

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