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Kilómetros y raíces

  • 9 mar
  • 4 Min. de lectura
Kilómetros y raíces


La ruta estaba desierta. Solo algunos baches dispersos, marcas de un asfalto que ya había visto mejores épocas, y el viento cruzado que silbaba entre los pastizales resecos. A un costado, un viejo cartel oxidado con letras apenas legibles:

"Bar y Despensa El Paraíso". Irónico.


El motociclista redujo la marcha, ladeó la cabeza como quien escucha un llamado silencioso y encaró hacia el bar.


—Todavía existís, eh... —murmuró dentro del casco.


Apoyó la moto junto a una bomba de nafta en desuso, apagó el motor y bajó con esa mezcla de pesadez y elegancia que dan los años en dos ruedas. Se quitó los guantes, luego el casco abierto, dejando al descubierto una barba endurecida por el tiempo y el polvo del camino. Se estiró un poco, giró el cuello y, antes de entrar, acarició la cabeza de un perro viejo que dormitaba a la sombra del alero.


—Hola, patroncito. Te veo bien.


El perro apenas alzó las cejas, lo olfateó y decidió que no valía la pena gastar energía en saludar.


Adentro, el bar era un museo del olvido: estanterías con botellas vencidas, una heladera Siam con el logo de una gaseosa que ya no se vendía y mesas desparejas con sillas que crujían al mínimo movimiento.


Atrás del mostrador, un hombre canoso, de aspecto flaco y seco como un poste de alambrado, se secaba las manos en un repasador que parecía haber estado desde la inauguración del lugar.


—¡Mirá quién llegó! —exclamó con un tono a medio camino entre la sorpresa y la ironía


—. La posta del viajero solitario. ¿Te bajo la bandera a cuadros o te alcanzo la carta?


El motociclista sonrió.


—Negro bien cargado y lo que haya para comer.


—Bien. Café te puedo hacer, y para comer... tengo un sandwich de milanesa que si no te mata, te fortalece.


—Me la juego.


El mozo, dueño, cocinero y, por lo visto, único habitante del lugar, desapareció tras una cortina de lona y comenzó a preparar el pedido. Al rato volvió con el café humeante y se apoyó en el mostrador.


—¿De dónde venís?


—De allá.


—¿Y para dónde vas?


—Para allá.


—Ah, mirá qué bien.


La charla quedó flotando en un silencio cómodo, provinciano, de esos donde las palabras no se gastan si no hacen falta.


—¿Siempre solo? —preguntó el dueño, cebándose un mate.


—Siempre.


El tipo asintió, como si entendiera demasiado bien esa respuesta.


—No está mal... —dijo—. Aunque, ojo, una vez conocí a un viejo que decía que viajar solo está bueno si alguien te espera en algún lado. Si no, es como dar vueltas en la calesita sin la sortija.


—¿Y vos? —devolvió el motociclista— ¿Qué hacés acá, en el medio de la nada?


El dueño del bar sonrió con una mueca gastada.

—Bueno, yo también viajo solo. Nada más que mi ruta no tiene asfalto.


El motociclista lo miró, curioso.


—¿Cómo es eso?


El dueño suspiró y se sentó en la mesa de al lado, como si fuera el momento de un descanso merecido.


—Yo tenía una vida de esas que parecen armadas por un guionista de telenovela barata. Trabajo, esposa, hijos, casa con perro y reja blanca. Y un día, mi mujer decidió que no me necesitaba más, mi hijo mayor se fue a Europa, la más chica se casó con un infeliz, y el perro se murió.


—Mierda...


—Sí, y para peor, en ese momento me jubilé. O sea, de un saque me quedé sin laburo, sin familia y sin perro.


—¿Y terminaste acá?


—No, al principio hice lo que hace cualquier boludo en crisis: me fui a la costa a “disfrutar la vida”. Aguanté seis meses rodeado de jubilados deprimidos, pibes con parlantes en la playa y turistas sacándose selfies con rabas. Un día miré la cuenta bancaria y dije: “O me mato o me busco algo que hacer”.


El motociclista soltó una carcajada.


—Buena elección.


—Sí... y mirá, justo me llamaron para decirme que este bar estaba en venta. Pensé: “Un bar de ruta, eso es tener una historia para contar”. Vendí todo y me vine.

El viajero tomó un sorbo de café.


—¿Y valió la pena?


El dueño miró alrededor, suspiró y sonrió con una resignación casi cómplice.


—Mirá... a veces me pregunto qué carajo hago acá. Hay días enteros en los que no pasa nadie, el único que me escucha es ese perro haragán y si quiero conversar, me tengo que hablar a mí mismo. Pero después viene algún loco como vos, se toma un café, me cuenta un pedazo de su vida y me recuerda que sigo en el mundo.


El motociclista asintió en silencio. Entendía más de lo que quería admitir.

El dueño se levantó y le sirvió más café.


—¿Y vos? ¿Tenés dónde volver?


El viajero tardó en responder. Miró por la ventana el sol bajando sobre el asfalto desierto y soltó un suspiro que pesaba como un tanque lleno.


—No sé si tengo un lugar, pero tengo el camino.


El dueño del bar sonrió con cierta nostalgia.


—Somos lo que elegimos, che. Algunos eligen raíces, otros kilómetros.


El motociclista dejó unos billetes sobre la mesa, se puso el casco y caminó hacia la moto. Antes de arrancar, le dio una última mirada al bar y al viejo dueño, que se apoyaba en el umbral con la mirada perdida en el horizonte.


—Tal vez un día pase de nuevo.


El dueño del bar sonrió, cebó otro mate y se encogió de hombros.


—Acá voy a estar.


El motor rugió en la tarde que se apagaba. El viajero aceleró y desapareció en la curva, dejando solo el eco de su escape.


Kilómetros y raíces

El perro, sin abrir los ojos, movió la cola.

Tal vez porque sabía que, de alguna forma, ese tipo iba a volver...


Si sos moto viajero vas a llorar. Mejor te sirvo un café.


Antes de subirte a la moto, dejáme un comentario al final de ésta pantalla.


Ariel Villar

Café Temperley


2 comentarios

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Invitado
26 mar
Obtuvo 5 de 5 estrellas.

Me encantó, mucha nostalgia, y mucho para pensar.

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Miembro desconocido
27 abr
Contestando a

Muchas Gracias!


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