Ella se sentaba siempre en el rincón más alejado del Café Temperley, justo junto a la ventana que daba a la avenida. A través del vidrio, veía pasar la vida: el andar apurado de los oficinistas, los colectivos resoplando su cansancio, y las hojas secas que, caprichosas, dibujaban remolinos en el suelo. Pero ninguna de esas escenas lograba sostener su atención por mucho tiempo. Su mirada siempre terminaba regresando al cuaderno que llevaba consigo, un cuaderno de tapas gastadas donde escribía fragmentos de sus pensamientos.
Allí, entre las palabras tachadas y los versos que nunca terminaban de rimar, existía él. Un nombre que no se atrevía a describir, un rostro que apenas había visto y que, sin embargo, sentía conocer de siempre. Él no era más que un cliente habitual del café, uno que entraba a media tarde, pedía siempre un expreso doble y se perdía en un libro grueso cuyo título jamás alcanzaba a leer.
No era particularmente guapo, según los estándares que dictaban las páginas que leía en secreto. Pero había algo en él, quizá en la manera en que sostenía la taza o en cómo sus ojos parecían brillar cuando pasaba las páginas. Algo que la atrapaba, que la hacía imaginar un diálogo que nunca ocurriría.
"Hola, ¿puedo sentarme con vos?"
Así empezaría, lo tenía claro. Él levantaría la vista, sorprendido pero curioso, y le respondería con una sonrisa. Ella le hablaría de sus poemas, de su amor por los girasoles y de cómo el café siempre sabía mejor en las tardes nubladas. Él le contaría de sus libros, de algún viaje lejano y de una infancia que sonaría lejana, casi irreal.
Pero todo eso ocurría únicamente en las páginas de su cuaderno. Afuera, el mundo seguía girando y él permanecía distante, siempre en su mesa, ajeno a la tormenta de emociones que ella albergaba.
Había días en que odiaba esa sensación. Se sentía tonta, infantil, como si estuviera atrapada en una película romántica que nunca llegaba al clímax. Pero en otros momentos, esa ilusión le resultaba hermosa, casi mágica. Porque, aunque fuera imposible, soñar con él la hacía sentir viva.
Una tarde, mientras escribía uno de esos diálogos imaginarios, se dio cuenta de que él la había mirado. Fue un instante fugaz, apenas un segundo, pero suficiente para que su corazón se acelerara como si hubiese corrido una maratón. Entonces cerró el cuaderno de golpe, casi avergonzada, y se quedó mirando su taza de café, como si en el fondo del líquido negro pudiera encontrar alguna respuesta.
Pensó en levantarse, en acercarse a su mesa y decirle todo. Que lo admiraba, que había imaginado cien conversaciones y que quizá podían convertir una de ellas en realidad. Pero el miedo, ese miedo tan propio de sus dieciséis años, la detuvo.
Al día siguiente, él no apareció. Ni al siguiente. Durante una semana, su lugar quedó vacío, y ella sintió que algo se rompía dentro suyo.
Entonces comprendió que eso no era amor, al menos no de la manera en que lo describían las novelas. Era algo más delicado, más frágil. Era el amor por lo que él representaba: la promesa de una vida llena de conversaciones profundas, de tardes en cafés, mates y sueños compartidos.
Una noche, en su habitación, abrió el cuaderno y escribió:
"Tal vez nunca sabré quién eras realmente. Tal vez ni siquiera importa. Pero gracias por haber existido en mi imaginación, por haber sido el motor de mis palabras. Ojalá que, donde sea que estés, alguien esté escribiendo sobre vos."
La semana siguiente volvió al café, pero esta vez no llevó su cuaderno. Pidió un té con limón y se sentó junto a la ventana, mirando cómo las hojas secas seguían jugando con el viento. Afuera, la vida seguía pasando, y ella, por primera vez, se sintió lista para formar parte de ella.
El final del cuaderno quedó abierto, como su corazón. Porque aún quedaban infinitas historias por escribir...
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Ariel Villar
Café Temperley
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