El Proveedor
- Ariel Villar
- 2 sept
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 8 sept

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"El Proveedor" - Texto
"No me gusta el pescado"
"Otra vez sopa?… ¿sabés lo que sale llenar la olla?"
"Yo no te pedí que vivas con nosotros".
"No, pero vivo. Y pago. Y me banco las caras".
La escena podría ser de cualquier cocina del conurbano un martes a la noche.
Familias ensambladas: un rótulo amable para una geometría difícil, con bordes que raspan y cuentas que no perdonan.
¿Por qué nos metemos ahí los varones mayores que ya podríamos estar en piloto automático?
¿Qué buscamos realmente cuando elegimos ser proveedores en un hogar donde los hijos no llevan nuestro apellido?
Donde estamos parados (con datos, no solo tripa)
En Argentina, medir “familias ensambladas” no es tan directo: los registros oficiales distinguen tipos de hogares, pero muchas encuestas no identifican claramente si un niño convive con un padrastro o madrastra. La propia OCDE advierte que las estadísticas de “hijastros” son incompletas y que, cuando se releva, alrededor de 1 de cada 10 adolescentes de 11 a 15 años vive en hogares reconstituidos en varios países comparables.
Para el caso argentino hay estimaciones académicas previas al boom de divorcios de la última década que ya mostraban un volumen significativo de familias reconstituidas en grandes aglomerados urbanos. No es el número definitivo de hoy, pero marca una tendencia que no hizo más que crecer.
Contexto económico: los hogares con niñas, niños y adolescentes cargan más el costo del ajuste. Los boletines oficiales muestran brechas de pobreza más profundas en hogares extendidos/compuestos (donde suelen entrar los ensamblados) y monoparentales. Eso explica por qué el rol “proveedor” del adulto con ingreso estable (sueldo alto o jubilación buena) termina ocupando el centro de la escena doméstica.
Lo que sabemos de las relaciones padrastro–adolescente
La evidencia comparada es menos catastrófica de lo que circula en sobremesas: no hay un destino fatal por “reensamblar” familias. Sí hay riesgos y tensiones específicas. Una revisión sistemática reciente sobre padrastros y bienestar adolescente sintetiza hallazgos mixtos: cuando hay normas claras, respeto de límites y apoyo coparental, los resultados son aceptables; cuando todo es difuso, sube el estrés conductual y emocional en jóvenes.
Ganong y Coleman, dos referentes del campo, vienen mostrando que la clave no es “amar como si fueran propios” de un día para el otro, sino acordar roles realistas, tiempos y límites negociados, y construir alianzas de crianza con la madre biológica que sean explícitas. Donde los profesionales intervienen para clarificar funciones, la convivencia mejora.
Un concepto central para entender por qué duele: la “ambigüedad de fronteras”. Pauline Boss lo definió así hace décadas: familias que no saben bien “quién está dentro y quién está fuera”. En ensambladas, el padre biológico está psicológicamente presente aunque no viva; el padrastro está físicamente presente, pero a veces es tratado como si no estuviera. Esa ambigüedad erosiona autoridad, pertenencia y calma.
Sexo, poder blando y la economía del hogar
¿Por qué el varón mayor acepta ponerse la casa al hombro?
Motivos múltiples: compañía, deseo validante, necesidad de sentirse útil y al mando de “un proyecto de hogar”, miedo a la soledad. Investigaciones de familia y políticas sociales muestran que la convivencia en pareja (matrimonio o unión convivencial) crece y que los arreglos no matrimoniales son más comunes que hace 15 años, con economías domésticas más frágiles y negociaciones más complejas.
Del lado de ella, suele pesar el cálculo de seguridad: sostener crianza, escuela, salud y logística en un mercado laboral hostil para mujeres con hijos a cargo. En Argentina, la normativa ubica las obligaciones de manutención en los progenitores, no en el padrastro: el “progenitor afín” tiene un encuadre limitado y no reemplaza deberes del padre biológico. En la práctica cotidiana, sin embargo, el proveedor termina cubriendo huecos porque la olla no espera papeles.
Lo que sí y lo que no dicen los “mitos negros”
Existe literatura sobre la llamada “Cinderella effect”, que postula mayor discriminación o maltrato hacia hijastros por parte de adultos no biológicos. Es un debate vivo: hubo estudios que informaron riesgos elevados en extremos de violencia, y respuestas metodológicas recientes que piden cautela por sesgos y factores de confusión. Moral: no alcanza con leyendas urbanas ni con un solo paper para entender tu casa.
Lo que sí está bien documentado a nivel clínico y comunitario es que adolescentes, por su etapa evolutiva, cuestionan autoridad y prueban límites; y que, cuando la autoridad del adulto es borrosa, se multiplican los roces. La intervención útil no es el sermón: son reglas compartidas, coherencia entre adultos, tiempos a solas de pareja y canales claros para que los pibes expresen disconformidad sin dinamitar la mesa.
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Una escena posible
"Mirá, a mí no me comprás con plata".
"No quiero comprarte, quiero que comamos tranquilos".
"Entonces preguntáme qué quiero comer antes de hacerlo".
"Listo. Y vos preguntáme cuánto sale".
En veinte segundos aparece todo: pertenencia, autoridad, respeto y presupuesto. Un hogar ensamblado no es una ONG del amor ni una empresa con CEO. Es una obra en construcción con inspecciones sorpresivas.
Lo incómodo pero útil para hablar en casa
1. Roles y plata por escrito. No hace falta un escribano, pero sí acuerdos sobre quién paga qué, qué se espera del padre biológico, y qué no le corresponde al padrastro aunque hoy lo cubra.
2. Autoridad gradual, no a decretazo. El padrastro no arranca como “jefe de familia”. Gana cancha si la madre legitima su palabra en cuestiones de convivencia.
3. Pareja primero, sin culpa. Si la pareja no tiene espacios propios, el conflicto se desparrama sobre la billetera.
4. Adolescencia no es impunidad. Canal para reclamos sí; maltrato y desprecio no.
5. Cuando hay señales rojas, se pide ayuda. En casos de violencia o abuso, se activan redes y denuncias.
Cierre abierto, con la mirada crítica que duele (y ordena)
Al proveedor:
Bancarte la olla no te convierte en rey. Si comprás silencio con plata, te vas a quedar sin respeto y sin paz. Si pedís sexo como recibo por transferencia, corrompés el deseo y te convertís en cajero con patas. Tu poder más útil no es el dinero, es fijar límites sanos, pedir trato digno y aprender a decir “hasta acá”. No confundas generosidad con servilismo.
A la mujer:
Si administrás la necesidad como arma, el vínculo se te vuelve rehén. La ley marca que la obligación primaria es del progenitor biológico; que el padrastro acompañe no te habilita a tercerizar todo ni a desautorizarlo por la espalda. Transparencia con los pibes y acuerdos explícitos con tu pareja valen más que mil discursos de “hacemos lo que podemos”.
A los hijos:
Cuestionar está bien; denigrar no. Si el adulto que está todos los días paga consulta, útiles y fideos, merece trato de persona, no de enemigo. No se trata de “comprarte”, se trata de que la casa funcione. Pedir voz sin asumir responsabilidades es la receta para que nadie te tome en serio.
Y a todos juntos:
Si en la mesa todavía no se sabe quién entra y quién sale, no hay magia que alcance. Nombrar la ambigüedad, ponerla en palabras, es el primer ladrillo del hogar. Lo demás —sexo, comida rica, proyectos— viene mejor cuando el mapa está claro. Después de todo, ser “El Proveedor” no es cargar el mundo en la espalda: es animarse a negociar un mundo más justo puertas adentro. Y si no hay justicia posible, tener el coraje de soltar antes de quedar atrapados en un castillo de deudas y silencios.
Ariel Villar
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