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El club del aplauso fácil

  • Foto del escritor: Ariel Villar
    Ariel Villar
  • 26 ago
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 30 ago

Aplauso fácil
Aplauso fácil


Radiografía del ego social

Cuando la educación forma esclavos y el respeto es un souvenir, el aplauso barato llena estadios.



1) Estación — El vivo bobo aparece


Domingo, siete y pico. En Temperley el andén huele a medialuna tibia y freno cansado. El Roca entra con su dignidad de fierro viejo. Yo me subo al último vagón: el de los termos, los mates tímidos y las promesas pateadas.


—Che, ¿cierran esa puerta o la dejamos en modo me chupa un huevo? —dice una señora con cara de haber criado tres generaciones a pan y colectivo.


—Déjela, señora. Así corre el aire de la libertad — saltó un flaco con campera de Boca, pegado a la puerta, auriculares colgando y sonrisa sponsor de viernes a la noche.


—Libertad es no tapar la salida — le tiro, más por reflejo que por héroe.


—Tranqui, capo, no te subas al bondi de la moral —me devuelve, acomodándose como dueño del vagón.


Se ríen tres. Se callan veinte. El tren arranca. Y ahí lo vi clarito: el vivo bobo no es malo, es cómodo. Hijo mimado del ego social, ese que te susurra “sos especial” y te firma permiso para cagar al resto.


En la puerta, el pibe graba una story: “Domingo tranqui en el Roca, la gente es muy sensible”. Un nene lo mira con una banana en la mano como si fuera un extraterrestre que vino a vender humo.


—Pa, ¿ese puede ir colgado? —pregunta el nene.


—Puede, hijo. Porque nadie quiere ser el que le diga que no —responde el padre, en voz bajita, como quien reza una derrota.



2) Aula — La máquina de hacer obedientes


Es Lunes en Lomas y encaro por una escuela que amanece con rejas altas y banderas deshilachadas. Vale, vecina del barrio, sale del pre. Adolescente con manos manchadas de témpera y ojos que inventan mundos.


—¿Cómo venís, Vale?


—Con aprobado. Pero… —me muestra una fotocopia que amarilleó de vergüenza—. Es la misma de siempre. Cambiaron el año, no el pensamiento.


—¿Y si preguntás otra cosa?


—Te bajan el pulgar. El profe es buen tipo, eh?. Pero le pagan por llenar casilleros. Si se sale del programa, lo barren.


—¿Qué programa?


—El que domestica. Nivelar para abajo para que nadie se sienta menos… y de paso nadie se anime a más.


Aparece el preceptor, un sobreviviente con ojeras de pizarra.


—Chicos, circulen. La vereda es tránsito. Las dudas, al aula —dice mecánico, como quien lee un parte meteorológico.


Vale se ríe con tristeza.


—Viste, todo reglita. Para que después trabajemos en oficinas con reglitas. O en apps con reglitas. Y todo bien con laburar, eh?. Lo que jode es que te rompan el deseo —me suelta, de una, como si viniera practicándolo en el espejo.


Le palmeo el hombro. Nos cruzamos con un cartel:

“Acto por la Patria Educada. Traer cartulina”.

Pobre cartulina, siempre poniendo el pecho por la patria.



3) Café — Inventario de pequeñas faltas


Me siento en Café Temperley, pegadito a la ventana que da al conurbano de Sábado: perros filosofando al sol, una bici sin frenos que igual frena, un vecino que barre la vereda como si fuera religión. Llega Don Rulo, jubilado del taller naval, bigote peronista y sabiduría de banco de plaza.


—¿Qué hacés, pibe? Tenés cara de que el mundo te queda apretado —me dice, pidiendo un cortado.


—Me pesa el vivo bobo, Don. Y la escuela que te achata por las dudas. Y la moda del “me cago en todo”.


—Ah —asiente—. La república independiente del yo. Yo doblo en U. Yo no hago fila. Yo soy el soundtrack del vagón. Yo mareo con bocina. Yo tiro la colilla porque la vereda es de nadie. Yo soy influencer de mi ombligo.


—Y después nos preguntamos por qué todo funciona a los empujones.


Entra una piba a vender pañuelitos. Dieciséis, con suerte. Nadie la mira. Se arma el teatro mudo de las miradas al piso.


—¿Cuánto, reina? —le digo.


—Lo que puedas, pa —me contesta con una sonrisa que sostiene el techo del lugar.


Le compro dos. No arreglo el país. Pero ese minuto le baja la fiebre a mi cinismo. Don Rulo me observa por arriba de los lentes.


—Mirá qué cosa —dice—. Hay dos pandemias: la del ego y la de la indiferencia. La primera contagia ruido. La segunda, frío.


—¿Y la educación?


—La educación es un fierro noble. Si la dejás al sol sin cuidado, se dobla. Si la apretás con el molde, saca piezas iguales. Si la tratás como máquina de hacer obedientes, te devuelve obedientes. ¿Sabés cómo se endereza? Con ejemplo. Con vecinos que piden permiso. Con profes que dicen “no sé, investiguemos”. Con chicos que preguntan “¿por qué no?” y no se los calla.


Se acerca el mozo, el Negro Pacha, filósofo de bandeja.


—Les digo algo —tira—: la educación que sirve te deja con preguntas, no con consignas. Y el respeto es simple: hacé de cuenta que el otro es tu vieja. Fin del manual.


—Amén —dice Don Rulo, dándole un sorbo al cortado que parece misa.


En la tele de arriba, silenciosa, un desfile de gritos: panelistas que atropellan, políticos que se empujan, titulares que gotean miedo. Un chico en la mesa de al lado repite:


—Ma, ponen “último momento” todo el día, ¿no se termina nunca?


—No, amor —responde la madre—. Es como el recreo de los adultos: gritan para no pensar.



4) Calle — Ensayo general del caos


Salgo a la avenida. Semáforo en rojo: sugerencia estética. Una moto cruza por la senda peatonal como si fuera pista. Un auto estaciona donde dice “rampa discapacitados”. El dueño baja, deja balizas y cara de ocasión especial.


—Amigo, esa rampa… —le digo, señalando.


—Son cinco minutitos, capo —me contesta con la sonrisa estándar del permiso eterno.


—Cinco minutos tuyos pueden ser toda la tarde de alguien —disparo, ya caliente.


—¿Y a vos qué te importa? —sube el tono, sintiendo que lo filman las cámaras de su ego.


Antes de que la cosa se pudra, aparece una señora con bastón y nieta a upa. Frenan. Miran la rampa tomada. La señora suspira con la memoria de cien rampas tomadas. El tipo duda. Afloja. Sube al auto y se corre dos metros.


—Listo, contento ahora —murmura, más para su orgullo que para mí.


—Contenta ella —le digo, señalando a la abuela.


La nieta hace chau con la mano. Me derrite la bronca.


Doblo la esquina y me topo con una escuela pública con mural nuevo. Colores vivos, frases cortitas, dibujos hechos por pibes. “Acá no estudiamos para rendir, estudiamos para entender”. Me quedo colgado ahí. Llega Vale con una amiga, todavía con olor a témpera.


—¿Lo pintaron ustedes?


—Sí. Nos lo iban a censurar por “ideológico”.


—Y… algo de ideología tiene —le digo—: creer que entender vale más que obedecer.


—Por eso mismo —se ríe—. Pero vino la directora y dijo: “Me hago cargo”. Fue la primera clase del año que me acuerdo de memoria.


Se acerca la profe de historia, mochila gastada, ojos brillantes.


—Chicos —dice—, hoy no hay contenido. Hoy hay conversación. El programa queda un día para atrás. Y si me descuentan el presentismo, me descuenta el alma si no lo hago.


Se arma ronda en la vereda. Cuentan lo que sueñan. Uno quiere ser tornero y abrir taller. Otra, enfermera que no te diga “saque turno” sino “sentate que te escucho”. Vale quiere un taller de arte en el club, gratis para pibitos.


—¿Gratis por qué? —pregunta alguien—. ¿No vale tu trabajo?


—Vale —dice Vale—. Pero primero quiero que exista el deseo. Después vemos cómo se paga. Si el deseo no existe, el Excel es un cementerio prolijo.


Aparece el pibe de la campera de Boca, el del tren. Nos ve. Duda. Se acerca con pasito de quien no sabe si lo van a invitar.


—Che… lo de la puerta —me dice—. Fui un banana. Estoy cansado de ser banana, posta.


—Somos muchos —le digo—. Algunos lo sabemos, otros lo televisan.


—¿Puedo ayudar en algo? —pregunta, rompiendo un poquito su molde.


—Sí —dice la profe—. Andá a hablar con los de sexto. Contales cómo es el laburo real. No el laburo de TikTok. El de tu viejo, el tuyo, el de quien se levanta temprano sin hacerse el héroe.


El pibe asiente. Saca el celu. Por primera vez no graba. Anota.



5) Epílogo — Un gesto mínimo


Vuelve a pasar el Roca. Subimos varios, cada uno con su mundo. La puerta del último vagón queda libre, como si el fierro tuviera memoria. La señora de los ojos entrenados me guiña un ojo.


—Ves, no somos santos —dice—. Pero cuando alguien prende una luz, aunque sea chiquita, el vagón se ordena solo.


Un nene dibuja con el dedo en el vidrio empañado: “PERDÓN”.


—¿Por qué escribís eso, capo? —le pregunto.


—Porque mi ma dice que si aprendés a pedir perdón y a decir gracias, no necesitás tantos carteles —responde, dejándome una monedita en el alma.


El Negro Pacha aparece por el pasillo con un mate viajero, licencia poética de mozo en recreo.


—Les dejo una —dice, frenando a nuestra altura—: el respeto es como el mate. Si no lo cebás, se lava. Si lo compartís, rinde. Si lo querés solo para vos, se enfría.


Asentimos como curso aplicado. Vale, más allá, garabatea en una libreta. La profe de historia mira por la ventana como quien toma asistencia de esperanzas. El pibe de la campera de Boca saca el celu, duda… y lo guarda. Esa es su tarea para el hogar.


El tren frena en Constitución. Bajan apurados los que siempre llegan tarde aunque salgan temprano. Nosotros bajamos normal, que es otra forma de milagro. En el andén, un afiche nuevo del centro de estudiantes de la escuela del barrio: “No educar para obedecer. Educar para entender. Para crear. Para cuidar.”


—Che —dice Vale—, ¿lo ves? No es épica. Es todos los días distinto.


—¿Y si nos sale mal? —pregunta el pibe.


—Nos va a salir a medias —responde la profe—. Y mañana lo intentamos de nuevo. La revolución más difícil es doblar la esquina sin creértela.


Caminamos hacia la salida. Un auto intenta subirse a la vereda. Otro lo frena con un bocinazo que no insulta, sólo alerta. El primero recula. Nadie aplaude. Nadie graba. Nadie da cátedra. Pequeñito orden en una república del yo que empieza a aprender plural.


En el bolsillo encuentro un ticket del café. Detrás, con birome, el Negro Pacha me dejó escrito: “Manual del Vivo Bobo: tachalo. Escribí otro. Uno que arranque con ‘permiso’, siga con ‘gracias’ y, si hace falta, cierre con ‘perdón’. Firmado: barrio”.


Me río solo. Pego el ticket en la libreta de Vale con una cinta que me alcanza. Ella dibuja arriba una puerta de tren abierta… y un pasillo libre.


—Título —dice—: Manual del Vivo Bobo (tachado) → Manual del Buen Vecino.


—¿Funciona?


—Funciona cuando lo practicamos —responde, y me da un abrazo de esos que no entran en un programa escolar.


Nos mezclamos con la marea. No nos volvimos mejores personas por leer un cartel. Apenas hicimos lugar. A veces el milagro es ése: un metro de vereda compartida, un aula que pregunta, una puerta que no se bloquea. Con eso, el conurbano de domingo se parece un poquito a mañana.


Y si mañana se nos olvida, que el tren vuelva a pasar. Para acordarnos. Para empezar de nuevo.


Fin.



Ariel Villar

Café Temperley


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Ariel Villar

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