El reloj de la estación marcaba las siete y media, y Temperley hervía. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, y el conurbano parecía una olla a presión: bolsas de regalo, pibes correteando con globos de agua y un calor que pegaba como un cachetazo. Clara esquivaba el caos con una carpeta de dibujos apretada contra el pecho. Tenía una entrevista en Capital. "Esta vez sí, esta vez sí", repetía para convencerse mientras bordeaba la vereda rota.
En el Café Temperley, el aire acondicionado apenas daba pelea. Don Osvaldo estaba en su mesa de siempre, con el cortado tibio y el diario abierto en la página de la quiniela. Miraba el boleto que había comprado esa mañana: el 17. La desgracia. Pero Osvaldo no creía en supersticiones. Para él, los números tenían peso propio. El 17 era el día que conoció a su mujer, en este mismo café, hace cuarenta años. Ella había muerto hacía cinco, pero él seguía hablando con ella todas las mañanas.
Entre las mesas, la locura navideña también hacía de las suyas. Una señora discutía por el precio de una caja de pan dulce, mientras un pibe de delivery entraba apurado con una bolsa llena de sidras. Afuera, un grupo de chicos jugaba al fútbol con una botella de plástico. Lauti, el más chico, se agachó a atarse los cordones justo cuando Clara pasó frente al café.
¡Ey, señora! -le gritó con una sonrisa pícara-. Hoy es su día de suerte.
Clara rió nerviosa, sin detenerse. Algo en el tono del chico le resultó familiar, como si alguien estuviera tirándole un guiño desde el universo.
El día siguió como cualquier otro, con el calor aplastando hasta las ganas de respirar. Pero para Clara no fue cualquier día. La entrevista había salido bien, aunque el sueldo era una miseria. "Es un comienzo", se decía mientras volvía en el tren Roca, apretada contra la ventana. En su cabeza, los sueños de ilustradora chocaban contra las cuentas que no cerraban.
Esa noche, volvió al Café Temperley. Quería celebrar, aunque fuera con un té y una medialuna. Al sentarse, vio algo extraño: un boleto arrugado sobre la mesa. Lo tomó con curiosidad, pensando que alguien lo había olvidado. Cuando leyó el número, sintió un escalofrío. El 17. Algo en su interior le dijo que debía guardarlo.
La Navidad llegó con su típica mezcla de caos y ternura. Vecinos que se gritaban desde las ventanas, chicos que explotaban petardos y familias que armaban mesas largas en la vereda. Clara estaba sola en su departamento, mirando el boleto sobre la mesa. "¿Y si lo juego?", pensó. Era absurdo, pero las historias grandes siempre empiezan con absurdos.
Días después, el barrio entero hablaba de la quiniela. El 17 había salido sorteado. Clara no podía creerlo. Con el premio, pagó deudas, pero también hizo algo que la llenó de una alegría inesperada: abrió un taller de arte para chicos en el café. Los primeros en inscribirse fueron Lauti y sus amigos.
Don Osvaldo, al enterarse, volvió al Café Temperley con una sonrisa. Encontró a Clara y, con su voz pausada, le dijo:
Ese boleto era para vos. Los números siempre encuentran a quien los necesita.
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Con el tiempo, el taller se llenó de vida. Los chicos del barrio pintaban murales, aprendían a soñar y, sin saberlo, transformaban un rincón de Temperley en un lugar mejor.
La Navidad siguiente, en medio del bullicio, Clara levantó la vista y vio a don Osvaldo. Estaba solo, mirando el cielo estrellado. Se acercó y le dejó una tarjeta con un dibujo: un tren, un café y un boleto arrugado.
Gracias, don Osvaldo. Por todo.
Él sonrió, con los ojos brillantes.
Gracias a vos, piba. Por recordarnos que siempre hay lugar para un milagro en este mundo loco.
Y así, en el conurbano, entre trenes, sueños y esperanzas, la magia se coló por las rendijas. Porque, aunque la vida sea un caos, siempre hay un boleto esperando cambiarlo todo.
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Ariel Villar
Café Temperley
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