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Psicólogos de Café👓

  • 5 dic 2024
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 25 feb

"Psicólogos de café"


En la mesa de siempre, junto a la ventana, Cacho y Tito estaban en su elemento: criticar, pero con la delicadeza de dos martillos hidráulicos. Tito le daba sorbos a un café que ya estaba tibio y Cacho atacaba una medialuna que más que medialuna parecía una uña grande.


—¿Sabés lo que me dijo mi sobrino? —largó Tito, con ese tono de indignación que anunciaba quilombo—. Que está yendo al psicólogo porque dice que no se encuentra a sí mismo.


Cacho ni parpadeó.

—¿Y en qué esquina se perdió? ¿Pasco y Almirante Brown?


—No, no, es algo “interno”, dice. Una “crisis existencial”. ¡Crisis existencial, las pelotas! Que se deje de joder y se ponga a laburar, ¿no?


—Obvio, Tito. Crisis existencial tenían mis viejos en los ’70 cuando no había un mango para el asado. Ahora te agarran una contractura y ya están haciendo catarsis en un diván. Mirá, mirá allá —dijo señalando con un gesto de cabeza a una chica que tipeaba en una laptop con una intensidad inquietante—. Esa se pidió un café solo. ¿Sabés qué significa?


—¿Que no le gusta la leche?


—No, salame. Que está más peleada que yo con mis exmujeres. Pedir café solo es un grito de guerra. Esa odia a todos.

Tito afinó la mirada, como detective en serie de Netflix.

—Ojo, capaz que no está peleada. A lo mejor está estudiando. Esa carita de sufrimiento es de estudiante. ¿Qué te parece? ¿Medicina? ¿Derecho?


—Psicología, fijo. Esas siempre quieren arreglarle la vida a todos menos la suya.


—Vos sos un sabio, Cacho. Un hijo de puta, pero sabio.


Mientras tanto, entró al café un tipo de traje sin corbata, con cara de “me dejó mi mujer” y caminando como si cargara un piano invisible. Pidió un cortado doble, sacó un libro de autoayuda y lo puso sobre la mesa con la delicadeza de quien lleva una bomba.

—Ah, miralo a ese —dijo Tito, bajando la voz como si estuviera en Discovery Channel—. Lectura de autoayuda y cortado doble. Este está más perdido que turco en la neblina.


—Perdido y pobre. Si tuviera plata, estaría llorando en el psicólogo, no leyendo “Cómo ser feliz en diez pasos” —remató Cacho con un sarcasmo digno de premio.


Doña Elvira, que nunca perdía oportunidad de meterse, giró desde la mesa de al lado con cara de conspiradora.

—A mí me preocupan más los que piden jugo de naranja. Eso ya es de gente rara.


—Rara no, Elvira. Ingenuos. Creen que acá el jugo es natural. No saben que lo hacen con un sachet que venció en el 2001.


—¡Cacho! —se indignó Hector, el mozo, que justo pasaba con la bandeja.


—Bueno, Hector, no me mires así. Si yo no digo nada, nadie mejora.


Hector negó con la cabeza, murmurando algo que sonaba como un insulto, y se fue a atender otra mesa.


Entonces, entró un pibe con campera de cuero, auriculares y cara de “el mundo me debe algo”. Se sentó, pidió una gaseosa y sacó un cuaderno.

—Este escribe poesía —declaró Cacho como si acabara de descubrir América.


—¿Por qué poesía? —preguntó Tito, intrigado.


—Porque mirá cómo garabatea. Ese se piensa que está escribiendo el próximo Martín Fierro y, en realidad, seguro está anotando frases tipo “la luna llora por mi dolor”.


—O capaz está haciendo la lista del súper. Nunca subestimes lo práctico.


—Tito, no me arruines la teoría. Este escribe poesía. De la mala, además. Apostemos.


De fondo, Doña Elvira seguía en lo suyo:

—Igual los que me ponen los pelos de punta son los que piden tostados de jamón y queso. Esos son los verdaderos psicópatas.


—Sí, Elvira, porque vos sos un faro de estabilidad mental, ¿no? —le tiró Cacho, seco.


Cuando Hector volvió a la mesa con su libretita, se apoyó en la silla y los miró con cara de pocos amigos.

—Muchachos, me deben tres cafés con leche y dos medialunas. ¿Van a pagar hoy o llamo al cobrador de morosos?


—Hector, ¿qué dice esa libreta sobre vos? —preguntó Tito, aguantando la risa.


—¿Qué dice? —contestó el mozo, cansado pero curioso.


—Que sos un optimista, hermano. Porque todavía no te diste cuenta de que no te vamos a pagar nunca.


La carcajada fue general, y Hector se alejó refunfuñando mientras los otros clientes seguían sus vidas, sin saber que cada gesto, cada pedido y cada mirada estaban siendo diseccionados por los psicólogos no autorizados del Café Temperley...


"Manual para entender millennials (y viceversa)"


El reloj marcaba las once de la mañana en el Café Temperley. La clientela habitual murmuraba sus críticas al mundo mientras el mozo Hector trataba de recordar quién le debía qué. En la mesa del rincón, Cacho y Tito seguían instalados, como siempre, con sus cafés con leche y su odio al progreso.


De repente, entraron dos pibes con pinta de influencers: jeans ajustados, zapatillas blancas inmaculadas y celulares en mano. Se sentaron en una mesa, pidieron un café americano (compartido) y un vaso de agua. Sacaron una notebook y empezaron a hablar en inglés, pero más como si estuvieran filmando una película que como si entendieran.

—Mirá eso, Tito —dijo Cacho, inclinándose hacia adelante con cara de cazador—. Millennials en su hábitat natural.

—No me jodás, ¿qué pidieron? ¿Un café americano? ¡Eso es agua sucia! ¡Qué falta de respeto a la cultura cafetera, hermano!

—Lo peor no es el pedido, Tito. Lo peor es que ocupan la mesa durante tres horas para gastar menos que yo en el dentista. Y encima hablan en inglés, como si estuvieran en Manhattan.

—“Enchequeables” —respondió Tito, robándose el término que había escuchado en la tele la noche anterior.


En ese momento, Hector pasó por al lado de los pibes y se detuvo a mirar la notebook.

—¿Van a pedir algo más, chicos? —preguntó con una sonrisa falsa que podía derretir plomo.

—No, bro, estamos bien —respondió uno de ellos sin siquiera levantar la vista del teclado.


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Cacho se llevó la mano a la frente como si le hubieran clavado una daga.

—¿Bro? ¿Le dijeron bro a Hector? Tito, estamos presenciando el colapso de la civilización.

—Decime una cosa, ¿los millennials son los mismos que los centennials o esos son otra especie de inútiles? —preguntó Tito, tratando de seguir el análisis sociológico de su amigo.

—No, no, los centennials son peores. Esos ya ni hablan, Tito. Todo emojis y stickers. Pero los millennials… esos son los reyes del chamuyo. Mirá, mirá cómo teclean, como si estuvieran salvando al mundo. Seguro están subiendo fotos del café diciendo que es “artesanal” cuando ni probaron el agua sucia esa que pidieron.


—Y la selfie, ¿cuándo llega? —se burló Tito, afilado.

Como si los hubieran escuchado, uno de los pibes levantó el celular, enfocó la mesa y dijo:

—Ey, move el café un toque, que quiero hacer un reel para Instagram.

Cacho casi escupe su café de la indignación.

—¡Hacen un video de un café que ni siquiera tomaron! ¡Es un simulacro, Tito! ¡Viven de la mentira!

—Calmate, Cacho, que te va a dar un soponcio. Estos no entienden nada. ¿Viste? Ni charlan, todo es por mensaje. Antes, vos te mirabas a los ojos y discutías. Ahora, se pelean mandándose memes.

—Y vos te pensás que los memes son gratis, Tito. ¡Ni eso! Todo se chorean. Seguro que ahora están robándole el Wi-Fi al café.


La indignación crecía a medida que los dos observaban. Finalmente, Cacho no aguantó más y alzó la voz:

—¡Ey, pibes, les va a salir cara la sesión de coworking, eh! ¡No es una oficina esto!

Los dos chicos lo miraron sin entender nada. Uno de ellos frunció el ceño y preguntó:

—¿Qué dijo?

Tito, siempre listo para la pelea, remató:

—Dijo que se vayan a laburar, básicamente.


Los pibes se miraron entre sí y uno respondió con una sonrisa condescendiente:

—Tranqui, abuelo, estamos generando contenido. Esto es trabajo.

Eso fue como un puñal para Cacho.

—¡Trabajo mis huevos! ¡Trabajo era el de mi viejo, que hacía 12 horas en una fábrica y todavía tenía ganas de hincharme las pelotas en casa! ¡Ustedes no generan nada, son una fotocopiadora con piernas!


Hector se acercó rápidamente, temiendo que la cosa pasara a mayores.

—Cacho, dejalos, no vale la pena. Estos son de los que pagan con QR y se creen que inventaron la rueda.

—¿Qué es eso del QR? —preguntó Tito, confundido.

—Es como un código raro que escanean con el teléfono para pagar. Es la evolución de no tener efectivo ni monedas. Antes pedían “fiado”, ahora escanean.

—Escanean mis pelotas —gruñó Cacho—. A estos los mandás a una carnicería de verdad y te quieren pagar con un emoji de vaca.


Los pibes se levantaron, agarraron sus cosas y se fueron murmurando entre ellos algo como “qué heavy el vibe de este lugar”.


—¿Viste? ¡Se van sin propina! —gritó Cacho.

—Y sin laburar —remató Tito, agitando la cabeza.


Hector, resignado, volvió a la barra mientras los dos viejos volvieron a lo suyo: despotricar contra el mundo moderno y sus absurdas costumbres, reafirmando su reinado en el Café Temperley, donde la ironía y el sarcasmo siempre eran parte del menú...

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Gracias de corazón!❤️




Ariel Villar

Café Temperley


1 Comment

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Guest
Dec 02, 2024
Rated 5 out of 5 stars.

Dialogos geniales! 🤣🤣



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