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“Lo que nunca debió pasar (o sí)” Por Café Temperley☕

  • Foto del escritor: Ariel Villar
    Ariel Villar
  • 12 oct
  • 4 Min. de lectura
Dibujo artístico de Sofía recordando.

No sé si fue casualidad o si el universo me estaba tendiendo una trampa amable. Pero esa tarde, al salir de la facultad, lo vi. A él.

A Tiziano.


Habían pasado años desde la última vez.

El mismo cuerpo alto, la misma forma de mirar como si estuviera leyendo entre líneas, pero con un gesto distinto… más hombre, más seguro.


—¿Sofía? —dijo, sorprendido.

—En persona, sí —respondí, sonriendo sin saber qué hacer con las manos.


Charlamos un rato sobre pavadas, como para disimular los nervios.

Él propuso un café en el barcito de la esquina.

Acepté sin pensarlo, aunque por dentro sentía que el piso se movía.


El café fue largo. De esos donde el tiempo se derrite sin que uno lo note.

Nos reímos, nos interrumpimos, nos miramos demasiado.

Y hubo un momento —uno solo— en que sus ojos se detuvieron en los míos y no siguieron más la charla.

Ahí lo supe: algo se había encendido.


Esa noche fue imposible dormir.

El celular explotó de mensajes.

Al principio, memes, anécdotas, frases sueltas. Después, audios más lentos, más cercanos, más llenos de esa tensión que te hace leer entre palabras.

Tiziano tenía esa voz grave, limpia, que te deja pensando más en el tono que en lo que dice.

Y yo… yo era un torbellino de ganas y de culpa.


Los días se convirtieron en una especie de juego peligroso.

Había mensajes a cualquier hora, chistes internos, insinuaciones disimuladas.

Y ese tipo de charla que no necesitás leer dos veces para entender que hay algo más atrás de cada palabra.


Hasta que llegó el mensaje que cambió todo:

“Nos vemos? Así charlamos sin filtros.”


El encuentro fue un viernes.

Tardé más en elegir la ropa que en maquillarme.

Quería verme linda, pero no evidente.

Elegí un vestido negro simple, perfume de jazmín y nervios.


Él llegó impecable, con esa elegancia que no se compra.

Camisa arremangada, sonrisa lenta.

Me abrazó, y sentí que me quedaba sin aire.


Fuimos a un bar nuevo, de luces bajas y mesas chicas.

Hablamos de todo: sueños, laburo, miedos, amores que no fueron.

En un momento, su mano rozó la mía, y ya no hubo vuelta atrás.


Cuando me acompañó al auto, se quedó en silencio.

Yo también.

El aire era espeso, cargado.

Y antes de despedirnos, me susurró al oído:

—Me cuesta no besarte.


No lo hizo.

Y eso fue peor.

Porque toda la noche me la pasé imaginando cómo sería si lo hiciera.


Los mensajes siguieron, cada vez más valientes.

Y una tarde, sin tanto preámbulo, me invitó a su departamento.

Dijo que quería mostrarme “un proyecto”.

Yo sabía que no hablábamos de trabajo.


El departamento era chico, pero cálido. Ventanas grandes, olor a lluvia y a madera vieja.

Puso un disco, abrió vino.

Me miró, en silencio.


—No hace falta decir nada, ¿no? —dijo.


Negué con la cabeza.


Se acercó despacio, y todo se volvió más lento.

No fue una escena de película. Fue real, torpe, intensa.

Sus manos temblaban, las mías también.

El deseo se mezcló con miedo, y el miedo con una ternura que me desarmó.


Cuando sus labios tocaron los míos, no fue pasión lo que sentí, fue algo más hondo.

Fue el reconocimiento de algo que estaba esperando hacía tiempo.

Me sentí viva, deseada, libre, pero también vulnerable.


En ese encuentro aprendí cosas que no se enseñan:

que el deseo también puede ser suave,

que no hace falta correr para sentir,

que a veces la piel aprende antes que la cabeza.


Esa noche, después de todo, nos quedamos en silencio.

Yo apoyada en su pecho, escuchando su respiración.

Y pensé que tal vez el amor no era eso que uno imagina, sino algo mucho más confuso y humano.


Pasaron días, después semanas.

Nos seguimos viendo.

Cada encuentro era más natural, más cargado de esa intimidad que ya no necesitaba palabras.

Pero también, más difícil de sostener.


El rumor del entorno empezó a circular.

No éramos “oficiales”, y eso nos daba una libertad que pesaba.

Él tenía compromisos, historias pasadas que lo seguían de cerca.

Y yo empezaba a sentir que caminaba en una cornisa invisible.


Hasta que llegó la distancia.

Un viaje laboral, supuestamente corto.

Promesas de volver pronto, mensajes intermitentes.

Y un silencio que creció como la humedad, despacio, pero sin pausa.


Una noche, después de varios días sin hablar, me llegó su mensaje:

“No quiero hacerte mal. Estoy en un momento complicado. Te pienso, pero no sé si puedo sostenerlo.”


Lo leí mil veces.

No lloré.

Solo sentí ese vacío que deja el cuerpo cuando la piel se acostumbra a alguien que ya no está.


Hoy, meses después, miro las fotos de esa época.

Hay una en especial: yo riendo, él mirándome de costado.

Parece amor, y tal vez lo fue.

O tal vez fue solo una coincidencia de almas que se cruzan en el momento justo, pero no en el adecuado.


Aprendí mucho de Tiziano.

Aprendí a leer los silencios, a escuchar lo que no se dice.

Aprendí que a veces una caricia enseña más que un discurso,

y que hay cuerpos que se reconocen antes de que el alma lo entienda.


No sé si lo voy a volver a ver.

A veces lo sueño.

Otras veces me encuentro con su voz en mi cabeza cuando escucho esa canción vieja del disco que puso aquella tarde.


Y aunque el mundo no lo entienda, aunque nadie deba saberlo,

sé que lo nuestro existió.

Que hubo fuego, ternura, aprendizaje y verdad.

Y que hay amores que no necesitan testigos,

solo memoria.


Porque al final, lo que nunca debió pasar,

fue justamente lo que me enseñó quién soy cuando dejo de tener miedo...


Fin.


Ariel Villar

Café Temperley☕


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Ariel Villar

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