"Libertad bajo palabra"
La historia de la resaca de un 1ro de año.
En Temperley, las tardes tienen un ritmo particular. Algo entre la siesta y el murmullo de fondo de las radios viejas que todavía cantan ochentosos en las cocinas. Fue en una de esas tardes, mientras el cielo amagaba con llover pero no se animaba, cuando El y Ella se encontraron por primera vez.
No era una cita romántica, al menos no en los papeles. Habían intercambiado algunos mensajes por una red social que ya nadie usa, pero que en ese momento les había parecido una forma segura de romper con las rutinas cansadas que sus vidas arrastraban. Él, un hombre alto, de cabello canoso pero todavía con esa presencia que hacía girar cabezas en la calle; Ella, una mujer más joven, de sonrisa fácil y ojos que parecían esconder secretos.
¿Y? ¿Te costó encontrar el lugar? – preguntó El, mientras se acomodaba en la silla de madera gastada del café.
No, Temperley no tiene secretos para mí – respondió Ella con una sonrisa que ya dejaba entrever algo de picardía.
El lugar era un viejo café de barrio, con una de esas máquinas de espresso italianas que parecían más reliquia que electrodoméstico. En las paredes había fotos de Gardel y camisetas viejas de Temperley, y el mozo, un señor de pocas palabras, les dejó la carta sin siquiera mirarlos a los ojos.
La charla empezó con lugares comunes. Que el clima, que el tránsito, que las cosas ya no son como antes. Pero bastó que Ella soltara una risa al comentario irónico de El sobre los precios de los cafecitos para que la conversación cambiara de tono.
¿Y qué estás buscando? – preguntó Ella, apoyando los codos sobre la mesa y entrelazando las manos, como quien espera una confesión.
Libertad – respondió El, sin pestañear.
Ella levantó una ceja. No se esperaba una respuesta tan directa, pero le gustó. Había algo en ese hombre que parecía tan seguro de lo que quería, algo que le recordaba a las historias de héroes de las novelas que leía de chica.
¿Y qué significa eso para vos? – insistió Ella, mientras jugaba con la cucharita de su café.
Significa hacer lo que me haga bien, pero sin lastimar a nadie. Y, si es posible, encontrar a alguien que entienda eso.
Ella no respondió enseguida. Su mirada se perdió unos segundos en la ventana, donde los colectivos pasaban con su ruido habitual y los vecinos caminaban apurados para ganarle a la lluvia. Finalmente, volvió a mirarlo y sonrió.
Suena complicado, pero interesante.
Ese fue el momento en que ambos supieron que estaban en sintonía. No hacía falta decirlo, pero lo dijeron igual. Acodados sobre la mesa del café, entre el aroma a medialunas viejas y el crujido de las sillas de madera, sellaron el pacto que los definiría: libertad mutua, honestidad brutal y cero dramas.
A partir de ahora, somos dos adultos responsables – dijo Ella, levantando su taza de café como si brindara.
Y libres – completó El, chocando su taza con la de ella.
El mozo los miró de reojo, sospechando que se traían algo entre manos. Y no se equivocaba. Lo que no sabía era que esa escena era solo el prólogo de una historia que no iba a encajar en ningún molde.
Capítulo 2: "Mates, niños y una luna de miel extendida"
El amor entre ellos no tardó en consolidarse. Pasaron de encuentros esporádicos en cafés y hoteles a las tardes interminables en la casa de Ella, donde la pasión se colaba entre los juguetes tirados por el suelo y el aroma a guiso que quedaba impregnado en las paredes.
A Ella le gustaba que El tomara mate desnudo. No sabía por qué, pero había algo en esa imagen que le resultaba auténtico, casi poético. Él, con su torso marcado por los años y el trabajo, sentado en el sillón de cuerina marrón, cebando como si fuera la actividad más natural del mundo.
¿Nunca te salpicás? – le decía Ella, mientras pasaba a su lado con una pila de ropa para doblar.
La yerba respeta al que sabe cebar – respondía El, levantando la bombilla como quien sostiene un trofeo.
Los chicos, por su parte, se adaptaron rápido a la presencia de este hombre nuevo. La nena, de cuatro años, era un torbellino de preguntas.
¿Por qué vivís acá si no sos mi papá? – le soltó una tarde mientras jugaban a las cartas en el piso del living.
Porque tu mamá hace el mejor mate del mundo – respondió él con una sonrisa, esquivando la bala.
Es verdad – intervino el nene, que escuchaba desde la mesa mientras intentaba armar un rompecabezas–. Pero también hace las mejores milanesas.
El se rió. Sabía que las milanesas eran un mito familiar, un as bajo la manga que Ella usaba para conquistar corazones. En su caso, no habían sido necesarias. Bastó con mirarla un par de veces para entender que estaba perdido, aunque no lo admitiera tan fácil.
Las tardes de encierro eran un ritual. Los chicos en el jardín o viendo dibujos animados, y ellos dos en la habitación, como amantes en una luna de miel infinita. Ella lo llevaba al límite, descubriendo en él una energía que creía agotada. Y a él le encantaba cómo Ella se transformaba en alguien completamente libre entre esas cuatro paredes, como si el resto del mundo dejara de existir.
Sos una tormenta – le dijo una vez, mientras ella se recostaba en su pecho después de uno de esos encuentros que parecían no tener fin.
Y vos sos mi paraguas – respondió ella, jugando con la cadena que colgaba de su cuello.
Pero no todo era pasión. Estaban los días en que la rutina los aplastaba, en que los chicos se enfermaban o la plata no alcanzaba. Era entonces cuando El sacaba a relucir su rol de proveedor, comprando los remedios, arreglando el lavarropas o solucionando cualquier problema práctico que se presentara. Eso también la enamoraba.
¿Cómo hacés para saber de todo? – le preguntó una vez, mientras él ajustaba el grifo que perdía en la cocina.
Aprendí con el tiempo – dijo él, sin levantar la vista del trabajo. – Pero no te preocupes, vos ya estás aprendiendo lo más importante.
¿Qué?
A confiar.
Ella lo miró en silencio. Esa palabra tenía un peso que prefería no analizar demasiado. Confiar no era algo que le saliera fácil, pero con él había empezado a hacerlo, aunque todavía guardara algunos secretos que no se animaba a revelar.
La casa, a pesar de su humildad, parecía un refugio. Un lugar donde el tiempo se detenía y los problemas del mundo exterior quedaban en pausa. Pero, como toda luna de miel, estaba destinada a terminar. La vida, con sus complicaciones y sus preguntas sin respuesta, estaba esperando a la vuelta de la esquina.
Capítulo 3: "Lo que no se dice pesa"
El tenía un talento especial para escuchar. Era de esos hombres que podían quedarse en silencio durante horas mientras el otro hablaba, asintiendo en los momentos justos, metiendo algún comentario breve y certero. Eso le había servido con Ella en los primeros años. No necesitaba insistir para que ella hablara. Bastaba con que le cebara un mate y se sentara a su lado para que empezara a contarle todo. O casi todo.
Porque había cosas que Ella no decía. Y a medida que pasaban los años, El empezó a notarlo.
Era un día como cualquier otro. Los chicos jugaban en el patio con un vecino, y ellos estaban en la cocina, preparando unas empanadas caseras. La radio sonaba de fondo con un programa de política que ninguno escuchaba realmente. En medio de una charla sobre el colegio de los chicos, Ella mencionó de pasada a sus dos hijas mayores, las que tuvo en su primer matrimonio.
¿Y cómo estarán? – preguntó El, casi sin pensar.
Ella se quedó quieta, con una rodaja de cebolla en la mano, mirando el vacío. Luego se encogió de hombros.
No sé.
El silencio que siguió fue incómodo. Ella retomó su tarea como si nada, pero El no podía dejarlo pasar.
¿No te da curiosidad? ¿Saber dónde están, qué hacen? – insistió.
Ella suspiró, dejando el cuchillo sobre la tabla con un golpe seco.
Mirá, hice todo lo que pude en su momento. Pero llegó un punto en que ellas no quisieron saber más nada de mí. No voy a forzar algo que no quieren.
El asintió lentamente, pero la respuesta no lo convenció. Había algo en su tono, en su mirada, que no cerraba. Decidió no seguir insistiendo, pero la duda quedó instalada.
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Esa noche, mientras tomaban mate en el living después de acostar a los chicos, El volvió al tema, esta vez con más cuidado.
¿Nunca pensaste en buscarlas? Aunque sea para saber si están bien.
Ella lo miró fijamente, como si tratara de evaluar si la pregunta venía de un lugar de interés genuino o de simple curiosidad.
No es tan fácil – dijo finalmente. – Hay cosas que... no puedo explicar.
El sintió que era una excusa, pero no quiso presionarla. Sabía que ella tenía un pasado complicado, lleno de idas y vueltas, pero esto era diferente. Había un peso en sus palabras, como si esconderan algo más.
¿Es por la nena que tenía síndrome de Down? – preguntó en voz baja, casi con miedo de romper algo frágil.
Ella lo miró con los ojos húmedos, pero no respondió. En lugar de eso, se levantó del sillón y se fue a la cocina, dejando el mate sobre la mesa.
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Esa noche, El no pudo dormir. Las palabras de Ella, o mejor dicho, su falta de palabras, lo atormentaban. ¿Qué podía ser tan grave como para alejarla de sus propias hijas? ¿Había algo que él no sabía, algo que podría cambiarlo todo?
A la mañana siguiente, mientras desayunaban en silencio, Ella habló sin mirarlo:
Hay cosas que es mejor no remover. Si te las cuento, no sé si me vas a mirar igual.
El dejó la taza de café sobre la mesa y le tomó la mano.
A vos te miro como sos, no como eras. Pero también creo que, si no me lo contás, esto se va a convertir en una pared entre nosotros.
Ella lo miró, con los ojos cargados de emoción, pero no dijo nada más. El tema quedó ahí, flotando en el aire, como una nube que nunca termina de disiparse.
Capítulo 4: "Las grietas del paraíso"
La rutina tenía una manera sutil de desgastar lo que parecía eterno. Lo que antes era pasión desenfrenada ahora pasaba a segundo plano entre el cansancio, las tareas del hogar y las demandas de los chicos, que ya no eran tan chicos. Ella seguía manejando la casa como una maestra de orquesta, pero había días en los que las cuentas por pagar, los problemas del colegio y el peso de los silencios la agotaban.
El, por su parte, había comenzado a notar que su cuerpo ya no respondía como antes. No era algo grave, pero sí una señal de que el tiempo no se detiene. Las noches ardientes de antes empezaron a espaciarse, y aunque ambos lo atribuían al cansancio o al estrés, en el fondo sabían que algo más estaba cambiando.
¿Te acordás cuando no podíamos salir de la cama? – le dijo Ella una noche, mientras se acomodaban para dormir.
Cómo olvidarlo – respondió El, con una sonrisa nostálgica. – Pero ya no tengo 30 años.
Ni yo – dijo Ella, apagando la luz.
El comentario quedó flotando en la oscuridad. No era solo el tiempo lo que los había cambiado; era algo más profundo, algo que ninguno de los dos se animaba a nombrar.
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El pacto puesto a prueba
El acuerdo de libertad mutua que habían sellado en aquel café de Temperley seguía vigente, al menos en teoría. Pero con los años, ambos habían dejado de hablar del tema. No porque lo hubieran olvidado, sino porque el acuerdo, tácito y no escrito, había perdido relevancia frente a la estabilidad que compartían.
Una tarde, mientras Ella revisaba su celular, encontró un mensaje que la dejó pensando. Era de un viejo conocido, alguien que había sido importante en su vida antes de conocer a El. El mensaje no era comprometedor, pero despertó algo en ella, una mezcla de nostalgia y curiosidad.
Cuando El llegó esa noche, ella estaba extrañamente callada. Mientras cenaban, él notó su distracción.
¿Todo bien? – preguntó.
Sí, sí. Cosas del día – respondió ella, esquivando la mirada.
Él no insistió, pero algo en su tono lo dejó inquieto. Esa noche, mientras ella dormía, él recordó su pacto de libertad. Se preguntó si todavía significaba algo o si era solo una excusa para evitar celos y discusiones.
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El fuego que se apaga
El problema no era solo la pasión menguante. Había una sensación de distanciamiento que empezaba a hacerse evidente. Ella estaba cada vez más ocupada con los chicos y sus propios pensamientos, mientras que él comenzaba a pasar más tiempo fuera de la casa, ya fuera arreglando cosas en el taller o tomando café con viejos amigos.
Un día, mientras estaba en el supermercado, El se encontró con una vieja conocida. Era una mujer de su edad, con quien había compartido algunos momentos en el pasado. La charla fue breve, pero suficiente para despertar algo en él, una chispa que creía apagada.
Esa noche, mientras miraba a Ella dormida, se preguntó si todavía quedaba algo de aquel fuego que los había unido al principio. La respuesta no era sencilla.
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Los chicos crecen, las preguntas quedan
Los chicos, ahora adolescentes, también empezaban a notar los cambios. Aunque no decían nada, sus miradas lo decían todo.
¿Papá está bien? – le preguntó un día la nena a Ella.
Sí, claro. ¿Por qué lo decís?
No sé, lo veo raro.
Ella no supo qué responder. La verdad era que ella también lo veía raro, pero no quería admitirlo.
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Los días seguían pasando, y lo que antes era una relación idílica ahora mostraba sus grietas. Ambos sabían que algo debía cambiar, pero ninguno sabía por dónde empezar.
Capítulo 5: "El pacto roto"
La vida tiene maneras extrañas de recordarte lo que creías olvidado. Fue en una tarde de marzo, con el calor del verano aún pegajoso en las calles, cuando la rutina se vio interrumpida. Ella había salido a buscar unas cosas para la cena, dejando a El solo en casa. Mientras revolvía unos papeles viejos en el escritorio, encontró algo que lo dejó helado: una carta escrita a mano, con la caligrafía de Ella, pero sin destinatario.
El papel estaba doblado de forma descuidada, como si nunca hubiera tenido la intención de enviarlo. Sin embargo, las palabras eran claras.
"A veces pienso en vos y me pregunto cómo estarás. No sé si el tiempo te hizo bien o si las cosas que vivimos dejaron cicatrices. No te busqué porque no sabía si estaba preparada para enfrentar todo lo que dejamos pendiente. Espero que, donde sea que estés, encuentres la paz que yo todavía estoy buscando."
El sintió un nudo en el estómago. ¿Quién era el destinatario? ¿Por qué nunca había escuchado hablar de él?
Cuando Ella volvió, lo encontró sentado en la mesa del comedor, con la carta en la mano.
¿Qué es esto? – preguntó, tratando de mantener la calma.
Ella se detuvo en seco, como si la hubieran descubierto en un delito.
Es una carta que nunca envié – dijo, evitando su mirada.
¿Y quién es? ¿Alguien que todavía significa algo para vos?
Ella suspiró, dejando las bolsas en el suelo.
No tiene sentido hablar de esto ahora. Es parte de un pasado que quedó atrás.
Pero vos lo escribiste. Eso significa que no está tan atrás como decís.
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La conversación que no llegó
La discusión que siguió fue intensa, pero inconclusa. Ella insistía en que no tenía importancia, mientras que él no podía sacarse de la cabeza la idea de que había algo más, algo que ella seguía escondiendo.
Esa noche durmieron en habitaciones separadas por primera vez en años. El pacto de libertad que habían hecho al comienzo de su relación parecía ahora una broma cruel.
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El regreso del deseo
En los días que siguieron, El comenzó a notar algo diferente en sí mismo. Era como si la sospecha y el enojo hubieran encendido una chispa que creía apagada.
Fue a su médico, que lo tranquilizó: no había nada grave, solo el desgaste natural de los años. Le recomendó unos cambios de hábitos y, si quería, un pequeño empujón médico para recuperar la confianza.
Cuando salió del consultorio, decidió hacer algo que no había hecho en mucho tiempo: caminar sin rumbo. En el camino, pasó por una librería y se detuvo frente a un libro sobre historias de amor. Lo compró, casi por impulso, y volvió a casa con una mezcla de ansiedad y esperanza.
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Ella y sus propios demonios
Mientras tanto, Ella también lidiaba con su propia batalla interna. La carta que había escrito, aunque nunca enviada, era un recordatorio de un pasado que seguía pesándole. No era solo el destinatario lo que la atormentaba, sino las decisiones que había tomado, las personas que había dejado atrás y las preguntas que nunca había respondido.
Esa noche, mientras los chicos dormían, se sentó en la mesa del comedor con una copa de vino y el libro que El había dejado olvidado en la sala. Lo abrió por curiosidad y comenzó a leer. La historia era sencilla, pero la atrapó.
En un pasaje, una de las protagonistas decía: "El amor no es lo que hacemos al principio, sino lo que decidimos seguir haciendo cuando todo lo demás se desmorona."
Ella cerró el libro, sintiendo un peso en el pecho.
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El reencuentro
Pasaron varios días antes de que volvieran a hablar de verdad. Fue un sábado por la tarde, mientras los chicos estaban en la casa de unos amigos. Ella entró al taller donde El arreglaba una vieja lámpara y se quedó parada en la puerta.
¿Podemos hablar? – dijo, con un tono más suave del que él esperaba.
El dejó lo que estaba haciendo y la miró. Sabía que esto no iba a ser fácil, pero también sabía que era necesario.
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La conversación que siguió no resolvió todo, pero fue un comienzo. Ambos se dieron cuenta de que, si querían salvar lo que tenían, debían enfrentarse a sus propios fantasmas y decidir si estaban dispuestos a seguir apostando por esa vida juntos.
Capítulo 6: "El amor en la cuerda floja"
El taller era el refugio de El, un espacio donde las preocupaciones parecían disiparse entre herramientas y proyectos inacabados. Pero esa tarde, cuando Ella entró, se dio cuenta de que este no era un problema que pudiera arreglar con un destornillador.
Ella se sentó en un banco cercano, con las manos entrelazadas. Había pasado días preparando lo que iba a decir, pero ahora que estaba allí, las palabras parecían haberse desvanecido.
No sé por dónde empezar – dijo finalmente.
El dejó la lámpara que estaba arreglando y se sentó frente a ella.
Por el principio – sugirió, con una mezcla de firmeza y ternura.
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Confesiones y grietas
Ella tomó aire.
La carta... la escribí hace años, cuando recién empezábamos. Era para alguien que fue importante para mí, pero no por amor, sino porque dejó una herida que nunca pude cerrar.
El la escuchaba atentamente, como siempre, pero esta vez algo en sus ojos reflejaba una mezcla de dolor y curiosidad.
¿Por qué no me lo contaste antes? – preguntó.
Porque tenía miedo. Miedo de que no entendieras, de que pensaras que sigo atada a algo que ya no existe.
El asintió lentamente. Entendía el miedo, pero no podía evitar sentir que había algo más.
¿Y tus hijas? – insistió. – ¿También tienen que ver con eso?
Ella bajó la mirada.
Sí, pero no como pensás.
Le contó entonces una parte de la verdad que había guardado durante años. Su primer matrimonio había sido un desastre. Su exmarido era controlador, y cuando ella decidió irse, las cosas se pusieron feas. Él manipuló a las niñas, las convenció de que ella las había abandonado, y cuando intentó recuperarlas, ya era tarde.
¿Y nunca intentaste buscarlas? – preguntó El, con más tristeza que reproche.
Al principio sí, pero después... no sé. Me faltó coraje, o tal vez me resigné.
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Un pacto renovado
El se quedó en silencio por un rato, asimilando todo lo que había escuchado. Finalmente, rompió el silencio.
Mirá, yo no soy quién para juzgarte. Todos tenemos cosas que no quisiéramos contar, pero si queremos que esto funcione, no podemos seguir escondiendo nada.
Ella asintió, con lágrimas en los ojos.
Lo sé.
Y sobre lo nuestro – continuó El –, creo que también tenemos que decidir qué queremos hacer con este pacto de libertad que hicimos hace años. ¿Todavía tiene sentido?
Ella lo miró, sorprendida.
¿Vos qué pensás?
El suspiró.
Creo que al principio era una forma de protegernos, de evitar que nos hagamos daño. Pero ahora siento que, si no nos enfocamos en lo que tenemos, nos vamos a perder.
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Los chicos y las pantallas
Mientras ellos hablaban en el taller, los chicos estaban en la casa de un amigo, sumergidos en una maratón de videos en internet. La adolescencia postpandémica los había convertido en expertos en evadir el mundo real a través de sus pantallas.
Pero incluso en sus distracciones, no podían evitar notar las grietas en la relación de sus padres.
¿Te diste cuenta de que mamá y papá ya no se ríen tanto? – le dijo la nena a su hermano mayor.
Sí, pero seguro es porque están viejos – respondió él, con la lógica cruel de un adolescente.
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Un paso hacia adelante
Esa noche, después de acostar a los chicos, El y Ella decidieron intentarlo de nuevo. No era un comienzo desde cero, pero sí un esfuerzo consciente por volver a conectar.
No sé si podemos volver a ser lo que éramos – dijo Ella, mientras se preparaban para dormir.
Tal vez no hace falta volver – respondió El. – Capaz lo que tenemos ahora puede ser mejor, si lo hacemos juntos.
Ella lo miró con una mezcla de amor y gratitud, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que el peso que llevaba encima empezaba a aligerarse.
Capítulo 7: "Las cenizas del fuego antiguo"
La convivencia tiene sus ciclos. Algunos días se sienten como un volver a empezar, mientras que otros parecen arrastrar el peso de todos los silencios no resueltos. Después de su conversación en el taller, El y Ella intentaron recuperar aquello que los había unido al principio: la complicidad, las risas, la pasión.
Pero el tiempo, como una marea implacable, no siempre cede fácilmente.
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Un intento fallido
Una noche, El decidió sorprenderla. Preparó una cena especial, con velas y música suave. Se puso la camisa que Ella siempre decía que le quedaba mejor y hasta se animó a abrir una botella de vino guardada para ocasiones especiales.
¿Qué celebramos? – preguntó Ella, entrando al comedor.
A nosotros – respondió él, con una sonrisa.
Ella se sentó, emocionada pero también algo tensa. La cena fue agradable, incluso divertida, pero cuando llegó el momento de la intimidad, algo se quebró.
El intentó besarla, pero ella se apartó suavemente.
No puedo – dijo, con los ojos llenos de lágrimas. – Lo intento, de verdad, pero no puedo.
El retrocedió, herido pero comprensivo.
Está bien. No voy a forzarte a nada, pero tenemos que entender qué nos pasa.
Ella asintió, pero no dijo más. Esa noche, volvieron a dormir separados.
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La visita inesperada
Unos días después, mientras Ella estaba en el mercado, se encontró con una figura del pasado: su exmarido. Había envejecido, pero su mirada seguía teniendo ese brillo frío que tanto la incomodaba.
Mirá quién está acá – dijo él, con una sonrisa sarcástica.
Ella sintió un nudo en el estómago, pero trató de mantener la calma.
¿Qué querés? – preguntó.
Nada en particular. Solo decirte que las chicas están bien, por si te interesa.
El comentario fue como un golpe. Durante años, Ella había aprendido a ignorar esa parte de su vida, pero ahora, frente a él, las emociones reprimidas volvieron con fuerza.
Siempre me interesaron – respondió, tratando de no quebrarse. – Aunque vos hayas hecho todo lo posible para que me aleje.
Él se encogió de hombros, como si no le importara.
Lo que pasó, pasó. Pero si querés verlas, tal vez sea buen momento.
Ella lo miró, tratando de descifrar sus intenciones. Finalmente, asintió.
Deciles que estoy lista para hablar cuando ellas lo estén.
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El regreso del deseo
Mientras Ella lidiaba con su pasado, El había retomado su tratamiento médico y los consejos de su médico empezaban a dar resultados. Se sentía con más energía, más confianza. Una tarde, mientras arreglaba el jardín, una vecina se acercó para pedirle ayuda con una canilla que goteaba. Era una mujer joven, simpática y encantadora.
La charla fue breve y casual, pero El no pudo evitar notar cómo ella lo miraba, con una mezcla de curiosidad y admiración. Cuando volvió a casa, se sentía renovado, como si alguien hubiera encendido una chispa que creía extinguida.
Esa noche, cuando Ella volvió del mercado, la encontró más tranquila, incluso sonriente.
¿Todo bien? – le preguntó.
Sí, creo que sí – respondió ella, dejando las bolsas sobre la mesa.
Por primera vez en mucho tiempo, se miraron con algo más que cansancio. Había una conexión, tenue pero real, que los hacía sentir que todavía había algo por salvar.
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Los chicos y la nueva dinámica
Mientras ellos intentaban reconstruir su relación, los chicos seguían lidiando con sus propias inquietudes. El varón, ahora de 15 años, se había enamorado de una compañera de la escuela, mientras que la nena, con 14, pasaba horas en su cuarto viendo videos sobre "cómo entender a tus papás".
Una noche, mientras cenaban en familia, el chico soltó una pregunta que los tomó por sorpresa:
¿Ustedes todavía están enamorados?
El y Ella se miraron, sorprendidos.
Es una pregunta difícil – respondió El, con una sonrisa. – Pero estamos trabajando en eso.
Bueno, apúrense – dijo la nena, con tono sarcástico. – Porque si ustedes no saben cómo hacer que funcione, imaginate nosotros.
La mesa estalló en risas, y por primera vez en mucho tiempo, la familia sintió que podía salir adelante.
Capítulo 8: "El desenlace de los silencios"
Había algo en el aire de ese fin de año que los hacía sentir diferentes. Quizás era el peso de todas las conversaciones pendientes o tal vez la inevitable llegada de un nuevo ciclo que los obligaba a reordenar sus vidas.
Ella había tomado la decisión de contactar a sus hijas. Fue un paso difícil, casi temerario, pero necesario. Mientras tanto, El, revitalizado por su esfuerzo personal y las pequeñas señales de cambio en su relación, se preparaba para enfrentar lo que vendría con la misma energía que lo había llevado a conquistarla años atrás.
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El reencuentro que no fue
Cuando Ella llamó al teléfono que su exmarido le había dado, la atendió una voz joven y amable. Era su hija mayor, ahora una mujer de 28 años, con una vida que Ella apenas podía imaginar.
Hola, mamá – dijo la joven, sin resentimiento, pero también sin entusiasmo.
Ella sintió un nudo en la garganta.
Hola, mi amor. Sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero quería saber cómo estás.
La conversación fue breve, casi superficial. Su hija no parecía estar enojada, pero tampoco mostró interés en profundizar.
Estoy bien – dijo al final. – Quizás podamos hablar más adelante.
Cuando colgó, Ella se quedó mirando el teléfono, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. Había dado un primer paso, pero el camino era largo, y no estaba segura de tener la fuerza para recorrerlo sola.
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Una chispa renovada
Mientras Ella lidiaba con su pasado, El decidió apostar por el presente. Una noche, mientras los chicos estaban en casa de un amigo, preparó algo especial: velas, música y un plato de ravioles caseros que había aprendido a hacer en un video de internet.
Cuando Ella llegó, se sorprendió al ver la mesa preparada.
¿Qué es esto? – preguntó, entre curiosa y emocionada.
Una nueva oportunidad – respondió él, acercándose para besarla en la frente.
La cena fue tranquila, pero cargada de pequeños gestos que hablaban más que las palabras. Después, mientras lavaban los platos juntos, El la tomó de la mano.
¿Te acordás de cómo empezó todo esto? – preguntó.
Ella sonrió, recordando aquellos primeros días de pasión desenfrenada y tardes de mate nudista.
Claro que me acuerdo.
Bueno, capaz no podemos volver ahí – dijo él, – pero tal vez podamos construir algo nuevo.
Ella lo miró, con los ojos llenos de algo que parecía esperanza.
Me parece bien – respondió.
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La lección de los chicos
Esa misma noche, los chicos volvieron temprano, interrumpiendo la tranquilidad recién encontrada.
¿Qué hacen ustedes dos tan sonrientes? – preguntó la nena, con el sarcasmo típico de su edad.
Nada que vos tengas que saber – respondió El, en tono de broma.
Pero fue el varón quien, sin querer, soltó la frase que resumía todo:
Bueno, mientras ustedes estén bien, nosotros también lo estaremos.
El y Ella se miraron, sorprendidos por la sabiduría inesperada de su hijo.
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Un final abierto
Las semanas siguientes fueron un vaivén de emociones. Ella siguió intentando acercarse a sus hijas mayores, mientras que El se enfocaba en disfrutar los pequeños momentos que compartían juntos.
El pacto de libertad que habían hecho al inicio de su relación seguía ahí, pero ahora era algo más simbólico que real. Ambos sabían que el futuro no estaba garantizado, pero también sabían que, mientras siguieran intentando, había esperanza.
Una noche, mientras veían una película en el sillón, Ella apoyó su cabeza en el hombro de El.
¿Creés que vamos a estar bien? – preguntó en voz baja.
No sé – respondió él. – Pero tengo ganas de averiguarlo.
Y así, entre silencios, risas y nuevos comienzos, dejaron la puerta abierta a lo que vendría.
Ariel Villar
Café Temperley
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