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En la esquina de la avenida, donde el sol de la tarde se filtra entre las hojas de los árboles, dos viejos amigos se encuentran, como todos los días, en su mesa habitual de Café Temperley. Raúl y Don Ernesto, dos clásicos jugadores de quiniela, se saludan con una sonrisa cómplice. El ruido del molino de café y el murmullo de otros parroquianos no interrumpen su charla, que siempre gira en torno a los números y las supersticiones.
Raúl, con su boina un poco ladeada, saca el cartón de la quiniela con una precisión quirúrgica.
Raúl: —Miralo a este, ¿ves? El 11… El Minero. Te juro, Ernesto, que a mí este número me persigue como la sombra de un perro flaco. Cada vez que apuesto el 11, algo pasa. A veces gano, a veces no, pero siempre aparece en mis sueños. ¿Te pasa lo mismo?
Don Ernesto, ajustándose las gafas con un movimiento lento pero seguro, mira el cartón y luego a Raúl, como quien observa a un chico que está descubriendo la vida por primera vez.
Don Ernesto: —¡Ay, Raúl! Vos y tus quimeras. El 11, El Minero... Yo te lo dije muchas veces. Ese número tiene magia. Yo lo juego porque es como un viaje hacia el misterio. ¿Sabés qué significa el 11 para mí? La vieja leyenda de los mineros, esos que iban a buscar oro a la montaña. Pero, claro, en mi caso, lo que busco es un poquito de plata para la jubilación.
Raúl se ríe, con una carcajada amarga como el café fuerte que ambos saborean.
Raúl: —Claro, Ernesto, el oro de la montaña... Pero a esta altura de la vida, ya ni las montañas tienen oro, ¡y si lo tuvieran estaría todo oxidado! Lo que pasa es que a nosotros nos venden sueños, ¿no? A mí, el 11, me viene a decir algo... Como si el Minero me susurrara al oído que la suerte está ahí, pero que nunca la alcanzás.
Don Ernesto: —Eso es lo que tiene la quiniela, Raúl. Te hace soñar, pero en el fondo sabés que estás jugando contra la eternidad. Como si cada número fuera una promesa, pero nunca llegara el día en que se cumpla. Es una relación tensa, casi de amor-odio. Yo, por ejemplo, el 10 lo juego todos los días. Porque el 10 es el "Cero", la base, el principio de todo. Y mirá, ¿dónde estamos? En el principio, siempre esperando.
Raúl, pensativo, juega con la cucharita dentro de su taza, como si al mover el café estuviera decodificando el destino.
Raúl: —Lo tuyo es fácil, Ernesto. El 10 es como el número que te da el puntaje, el aprobado. El 11… es un minero, ¿y qué hacen los mineros? Buscan. Buscan siempre algo, aunque a veces ni saben qué. A mí el 11 me hace sentir que estoy buscando algo que ni yo entiendo.
Don Ernesto, con una sonrisa de medio lado, se recuesta en su silla, mirando al techo del café.
Don Ernesto: —Eso te pasa por ser tan filosófico, Raúl. El Minero no sabe lo que busca, pero algo encuentra. Y si no, se queda buscando hasta el último día. Pero claro, te cuento un secreto… El verdadero Minero no encuentra oro, encuentra algo más valioso… La esperanza de que en cualquier momento, todo puede cambiar. Y eso, viejo, es lo único que nos queda.
Raúl, con una mirada perdida en el horizonte, se queda en silencio. El reloj marca la hora, pero el tiempo, en el Café Temperley, parece detenerse.
Raúl: —Entonces, vos decís que seguimos buscando… aunque sea en vano, ¿no? Como si cada jugada fuera una forma de decirle a la vida: “Acá estamos, esperándote”.
Don Ernesto: —Exactamente, Raúl. Y si alguna vez, en una de esas, el Minero nos trae el oro, capaz que ya ni nos importe. Lo que importa es seguir buscando. El resto, son solo números.
Y entre risas, sueños y números que nunca dejan de bailar en sus mentes, los dos viejos siguen jugando, como si la suerte los estuviera esperando en alguna parte, oculta tras el número 11.
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Ariel Villar
Café Temperley
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