A los 23 años, el tiempo era un café corto, fuerte y sin azúcar. Me sentaba en la mesa junto a la ventana con el mundo en los auriculares y un cuaderno que apenas tenía espacio para tanto futuro. La vida era una promesa sin aristas, como esos cristales del bar empañados por la lluvia. Mi reflejo, joven y voraz, parecía decirme que todo estaba al alcance de la mano. El amor, el éxito, los viajes. Hasta los días grises tenían su encanto, como si fueran lienzos en blanco listos para ser pintados.
A los 33, el café era doble y acompañado de agua, porque la acidez ya empezaba a quejarse. Seguía buscando la mesa junto a la ventana, pero el cuaderno había sido reemplazado por un celular que nunca paraba de vibrar. El futuro ya no era infinito; los bordes empezaban a definirse, y algunos sueños se disolvían como el azúcar en el fondo de la taza. El reflejo en el vidrio me devolvía una mirada más seria, más cansada quizás, pero también más sabia. Había aprendido que no todo se gana, que a veces hay que soltar y dejar que los días hablen por sí mismos.
A los 45, el café era mitad descafeinado, porque la vida te enseña a negociar hasta con tus vicios. El bar seguía siendo el mismo, pero las luces parecían más amarillas, más nostálgicas. Ahora me sentaba con los anteojos al alcance y una pila de papeles que nunca terminaba de ordenar. El futuro era un lugar más pequeño, pero el presente… ¡ah, el presente! Ese era un rincón donde todavía quedaban sorpresas. El reflejo mostraba un hombre con canas en las sienes y una barba que ya no podía negar los años, pero que había aprendido a reírse de sí mismo.
Hoy, a los 60, el café es liviano, tibio, y lo disfruto como si cada sorbo fuera un regalo. El bar sigue en pie, aunque los cuadros han cambiado y la madera cruje un poco más. El reflejo me muestra el mismo hombre, pero con otra luz en los ojos. Agradezco la lluvia que empaña los cristales, los días grises que antes despreciaba y los sueños que aún esperan en una esquina del alma.
El tiempo, al final, no es un enemigo, sino un viejo conocido que nos acompaña hasta el último sorbo. Y mientras quede café en la taza, los sueños no tienen edad.
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Ariel Villar
Café Temperley
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