Caminaba cada mañana por el mismo sendero en el parque, casi por inercia, como si sus pies supieran mejor que él hacia dónde ir. Héctor, con sus sesenta y tantos años bien llevados, no era de esos que se aferraban al pasado, pero tampoco podía evitar sentir que algo esencial se había perdido en el presente. Llevaba el cabello entrecano recogido en una coleta, una chaqueta de cuero algo gastada y un andar que todavía sugería un espíritu joven, aunque su mirada ya no brillaba como antes.
Había llegado a esa edad en que uno se vuelve invisible para el mundo. Podía cruzarse con un grupo de veinteañeros sin que siquiera registraran su presencia, absorbidos en sus pantallas o posando para una foto que, irónicamente, intentaba capturar un instante genuino. "Es curioso", pensaba, "cómo la autenticidad ahora necesita un filtro".
A menudo se sentaba en un banco frente a la fuente central, observando las interacciones humanas como si fueran escenas de una obra teatral. Pero el guion, en su opinión, había perdido toda poesía. Las miradas ya no eran miradas; eran escaneos rápidos, evaluaciones de mercado. Los abrazos eran meras coreografías para las redes, y los besos... bueno, los besos parecían más un trámite que un acto de entrega.
Héctor recordaba otra época, no mejor ni peor, pero sí distinta. Una época en la que el amor no se medía en "me gusta" y no se desvanecía con un "dejá de seguir". Un tiempo en el que bastaba con una sonrisa, esa sonrisa sugerente y sincera, para encender un fuego que podía durar una vida.
Pero había algo más que lo inquietaba: su propio cuerpo. Ese territorio que antes había sido su aliado en las historias de piel, ahora parecía haberse quedado mudo. Claro, todavía se mantenía en forma, o al menos eso intentaba. Caminaba, hacía algo de yoga, y evitaba las grasas saturadas como si fueran una sentencia de muerte. Pero había mañanas en las que su espalda crujía como un mueble viejo, y noches en las que el insomnio lo visitaba con preguntas incómodas.
"¿Qué pasaría si me enamorara de alguien más joven?", se preguntó, casi en voz alta. La idea lo seducía y lo aterrorizaba al mismo tiempo. No por el qué dirán, sino por la posibilidad de que, al desnudar su alma (y su cuerpo), ella viera no al hombre que se sentía, sino al hombre que el tiempo había moldeado.
A veces se sorprendía frente al espejo, evaluando las líneas de expresión que ya no podía llamar “marcas de risa” sin mentirse. Tocaba su abdomen, más blando de lo que le gustaría, y pensaba: "Esto era una poesía de carne, y ahora apenas si es un soneto roto".
Esa tarde, mientras observaba a una pareja joven que reía despreocupada en el césped, sintió una punzada de melancolía y algo de ironía. "Ellos creen que van a ser así para siempre", pensó. "Ignoran que el tiempo no pregunta si estás listo; simplemente pasa y te deja tratando de recordar cómo se bailaba en el fuego."
Esa noche, Héctor decidió escribir una carta abierta, no para su generación, sino para los jóvenes que aún buscaban. La tituló: "El amor sin filtros".
En ella escribió:
"No dejen que les vendan una versión empacada del amor. No lo busquen en cuerpos esculpidos ni en palabras calculadas. El amor auténtico es torpe, imperfecto, a veces incómodo, pero siempre real. Es mirarse a los ojos sin miedo a que el otro vea tus grietas. Es reírse juntos de lo absurdo, llorar sin vergüenza, y construir un refugio donde ambos puedan ser quienes realmente son. Y sí, el tiempo va a pasar; los cuerpos van a cambiar. Pero si logran que sus almas se toquen, ahí van a encontrar lo que nadie les puede quitar."
Dejó la carta en un banco, con la esperanza de que alguien la leyera. Mientras se alejaba, sintió, por primera vez en mucho tiempo, que había hecho algo significativo.
Tal vez la magia no se había perdido del todo. Tal vez solo necesitaba un recordatorio, una chispa para volver a encenderse. Y quién sabe, quizá esa chispa sería la sonrisa de alguien que, al leer su carta, decidiera buscar un amor sin filtros, uno que resistiera el paso del tiempo y las modas pasajeras.
Reflexión final:
El cuerpo puede perder su audacia, pero el alma nunca deja de tener algo que contar. Y si alguien escucha, encontrará en las grietas del tiempo una belleza que ninguna perfección puede imitar.
Ariel Villar
Café Temperley
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Ariel Villar
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