Camuflados en el enjambre de hora pico son casi invisibles a la insensibilidad cotidiana. Pero están ahí, imitando con esfuerzo el paso apurado de la muchedumbre cargando bolsos y mochilas. Y los más nuevos remolcando valijas de viaje con la cara del regreso de unas vacaciones no buscadas, aún con la ropa limpia.
De tanto en tanto miran la hora y los indicadores del andén con un ensayado gesto de impaciencia y cansancio. Las formaciones van pasando y no suben a ningún vagón. Los más veteranos se clavan un pancho o una hamburguesa cambiada por un puñado de billetes arrugados por las manos de la compasión, y a veces lo comparten con un andrajo de pibe con ojos tristes.
Más tarde, el frío de la noche los apura con disimulo para ocupar los bancos que van quedando vacíos mientras hojean el diario, que en un par de horas se va a convertir en colchón aislante del cemento helado.
Y mientras desaparece el bullicio de las escaleras y se escuchan los chirridos de las persianas de los puestos que van cerrando, los que fueron despedidos y desalojados tosen un poco para no escuchar el ruido de sus propias tripas vacías.
Y se van acurrucando en su abrigo, tratando de recuperar fuerzas con una vigilia obligada, pidiendo a Dios que ésta noche no se les acerque el guarda vestido de negro invitándolos a abordar su último tren.
La impotencia me gana otro round y después de una sopa caliente y al borde del desmayo en mi cama de siempre, rezo por ellos...
Ariel Villar
RadioBlog
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