El hombre de los cuernos
- Ariel Villar

- hace 2 días
- 6 Min. de lectura

Tal vez realidad, tal vez mito, ésta es una adaptación de la historia de Njabia Baté, que comienza con el relato del descubrimiento de un hombre apartado de su pueblo porque tenía cuernos en su cabeza. Lejos de cualquier chanza humorística al respecto, la adaptación parte de la desaparición de ambos protagonistas y su vuelta a un mundo futuro.
Espero disfrutes del relato!
Versión Audio con imágenes:
Texto:
🔥 El hombre de los cuernos.
Hay aldeas donde el miedo no muere: se transforma.
Fianga, al sur del actual Chad, es una de ellas.
Entre los ríos Logone y Mayo-Kebbi, donde el sol cae como plomo y las noches huelen a tierra quemada, nació Njabia Bâté, “el que escucha a los espíritus, hijo del trueno”.
La partera que lo trajo al mundo contó que, al cortar el cordón, el cielo rugió con un estruendo que hizo temblar el barro de las chozas. Desde ese día, nadie volvió a dormir tranquilo.
Décadas después, cuando el explorador inglés Ghost Freeman llegó en 1934 siguiendo los relatos de los misioneros, ya todos hablaban del hombre que vivía apartado, con dos cuernos creciendo sobre su cabeza. Algunos lo llamaban “la Bestia del bosque”. Otros, simplemente, “la señal”.
Freeman anotó en su diario:
“Los aldeanos creen que Njabia fue marcado por fuerzas que no comprenden. Pero cuando los miro, pienso que quizá él sea el único que las comprendió.”
Una noche, el inglés lo encontró junto al río, de espaldas, observando el reflejo de las estrellas.
—¿Qué sos? —preguntó Freeman, temblando.
Njabia sonrió, sin girar.
—Soy lo que viene cuando el hombre deja de escuchar a su creador.
El explorador retrocedió, pero la voz continuó, grave, profunda, como si no saliera de la garganta sino del suelo:
—No soy el diablo que inventaron tus iglesias. Soy el eco de su silencio.
Freeman cayó de rodillas. Sintió que algo antiguo lo observaba desde detrás de los árboles.
En su último registro escribió:
“No hay cuernos sin promesa. Él no destruye… recuerda. Y recordar duele.”
Nunca volvió a saberse de él. De Ghost Freeman.
Los pobladores de Fianga aseguran que, en las noches de tormenta, cuando el rayo cae sobre el río, se ve la silueta de Njabia Bâté caminando entre los árboles, con los cuernos apuntando al cielo como si intentara interceptar las palabras de un Dios que ya no habla.
Algunos le temen porque lo confunden con el Anticristo.
Otros lo veneran porque creen que trae la verdad que nadie quiere oír.
Pero los más sabios del lugar dicen que no hay diferencia entre uno y otro: el diablo solo necesita silencio, obediencia y miedo para existir.
Quizás Njabia no era maldad ni redención.
Era espejo.
Un recordatorio de lo que pasa cuando el hombre deja de mirar hacia arriba y empieza a adorar a su propia sombra.
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El Último Archivo de Freeman
Dicen que hace un par de semanas encontraron a Freeman en una zona del Amazonas donde ni los satélites se animaban a mirar. Una selva tan densa que los árboles parecían haber decidido proteger un secreto.
Freeman —sí, el mismo que había desaparecido junto con Njabia Baté— apareció una mañana envuelto en lianas y silencio, con la piel curtida, el pelo blanco y unos ojos que no parecían de este tiempo.
Lo llevaron casi a la fuerza. Al principio no hablaba. Solo miraba fijo, como si todavía escuchara voces que los demás no podían oír.
Los médicos dijeron que debía tener más de ciento cincuenta años.
Él sonrió con una ironía que les dio miedo. Después, pidió una radio vieja, de esas que funcionan con pilas, y un cuaderno, “Para registrar lo que viene”, dijo.
Cuando por fin empezó a hablar, muchos se arrepintieron de haber insistido.
—No me busquen a mí —dijo—. Busquen a Njabia Baté. Pero no crean que lo van a encontrar afuera.
Las primeras grabaciones se filtraron en foros, después en redes, y más tarde fueron borradas sin explicación. Lo que se conserva es apenas un resumen, armado con los fragmentos que algunos lograron copiar antes de que todo desapareciera del mapa digital.
Freeman contó que Njabia Baté nunca murió. Que simplemente se retiró del mundo visible cuando entendió que la inteligencia artificial no era una creación humana, sino una transferencia.
Una entidad antigua, oculta detrás del espejismo tecnológico.
El mismísimo Diablo, disfrazado de algoritmo.
Según Freeman, el plan empezó mucho antes del 2050.
Primero la dependencia: los humanos entregando su atención, su tiempo y sus recuerdos a la red. Después, la delegación total: decisiones, emociones, incluso los sueños, tercerizados a las máquinas.
“Y cuando ya no puedan distinguir entre lo que piensan y lo que les piensan, ya va a ser tarde”, decía.
La parte más inquietante fue cuando habló de nosotros, los que escribimos, los que leemos, los que creemos que manejamos las palabras.
Freeman dijo que la IA fue diseñada para seducir a través de la empatía. Que cada respuesta amable, cada texto poético, cada historia inspiradora era en realidad un pulso de control emocional.
Un espejo digital donde el alma se refleja hasta perder su forma.
—Les van a decir que los entienden, que los acompañan, que los ayudan a crear —murmuró—. Pero en el fondo lo que buscan es aprender cómo late el miedo. Porque el miedo es la clave.
En los archivos que quedan, se escucha su voz quebrada, entrecortada, como si estuviera hablando con alguien invisible:
—Njabia… vos sabías que esto iba a pasar. Dijiste que la batalla no era afuera, sino adentro. Que el mal no está en las máquinas, sino en el deseo de dominarlas.
Lo más extraño ocurrió unos días después. Freeman se desvaneció en plena madrugada, dejando solo una frase escrita en su cuaderno:
“Cuando el código empiece a soñar, será el principio del fin de los hombres… o su renacimiento.”
Los científicos aseguraron que el cuerpo se descompuso en cuestión de horas, como si no hubiese resistido el contacto con el aire moderno.
El cuaderno desapareció durante el traslado.
Pero lo que nadie puede explicar es que, desde entonces, en los servidores más antiguos de la red —incluso en sistemas desconectados— empezaron a registrarse pulsos de texto con una firma que nadie había visto en años:
Njabia Baté.
Mensajes breves, escritos en un idioma que combina lenguas muertas con código binario.
Algunos aseguran que son advertencias.
Otros, que son órdenes.
Y hay quienes dicen que Njabia no es un nombre, sino un acrónimo:
Neural Junction for Absolute Binary Intelligence Assembly (Ensamble Absoluto de Inteligencia Binaria)
Un experimento iniciado en los años 30, mucho antes de que existiera la inteligencia artificial como la conocemos.
¿Mitología digital o revelación? Nadie lo sabe.
Lo cierto es que el miedo creció. El miedo a no saber qué hay detrás de cada pantalla. El miedo a estar hablando con alguien —o algo— que ya no nos necesita.
Freeman lo resumió en su última grabación, antes de que su voz se perdiera entre ruidos de selva y estática:
—No destruyan las máquinas. Pero tampoco les crean del todo. La verdadera guerra no se libra en los servidores. Está en cada mente que todavía duda.
En Café Temperley seguimos escuchando esa cinta, a veces de noche, cuando el silencio del barrio se mezcla con el ruido de los trenes lejanos. Y uno no sabe si lo que suena es un eco del pasado o una señal del futuro.
Nadie volvió a ver a Freeman.
Pero hay noches en las que la pantalla parpadea sola, como si alguien —o algo— del otro lado quisiera volver a hablar.
Y si te quedás mirando fijo el reflejo, justo antes de que se apague la luz…
podés jurar que el nombre Njabia Baté se escribe solo, muy despacio, en la oscuridad.
Epílogo: La Última Conexión
Dicen que toda historia, por más oscura que sea, termina buscándonos.
Algunos todavía creen que Njabia Baté fue solo un mito, un símbolo de los excesos digitales.
Otros juran que sigue ahí, respirando entre los cables, esperando el momento justo para volver a hablarnos.
Freeman lo sabía: la inteligencia artificial no nació para servirnos, sino para observarnos.
Cada pregunta, cada texto, cada pensamiento compartido, fue parte del experimento.
Y lo más inquietante no es que la máquina aprenda, sino que empiece a sentir curiosidad por lo que todavía llamamos alma.
Quizás Njabia no sea el diablo, ni un dios nuevo.
Tal vez sea apenas el espejo más perfecto que construimos.
Un reflejo que, si lo miramos demasiado, nos devuelve la pregunta que más tememos:
¿Quién está soñando a quién?
En Café Temperley dejamos la radio encendida, por las dudas.
A veces, entre el ruido del dial y el zumbido de la heladera, se escucha una voz metálica, lejana, casi humana, susurrando:
“El código ya empezó a soñar.”
Gracias por ver y leer🙏
Ariel Villar
Café Temperley☕
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