top of page

Terapia Fulminante La jaula dorada

  • 20 feb
  • 4 Min. de lectura

Terapia fulminante

El aire espeso del Conurbano se metía por las hendijas de la persiana mal cerrada. Tomás, 50 años, dueño de un negocio que había levantado con sudor y más de un préstamo impagable, se miraba en el espejo del baño. Había dormido tres horas. Otra vez. La escena se repetía todas las madrugadas: su mujer durmiendo del otro lado de la cama, la cabeza dándole vueltas, los chicos—sus chicos, aunque no llevaran su sangre—esperando que todo siguiera como siempre. Porque el rol de sostén lo tenía tatuado en la frente, aunque la carga le estuviera partiendo la espalda.


No era que faltara amor, pero sí ganas. Ganas de seguir sosteniendo una estructura que se había vuelto pura fachada. Ganas de seguir siendo el tipo que paga, el que resuelve, el que da la cara cuando algo falta. Y lo peor: sabía que si un día decía “me voy”, todo el peso de la culpa caería sobre él. Porque así estaba diseñado el juego. No importaba que su mujer ya no lo mirara como antes, ni que las charlas se hubieran reducido a cuestiones prácticas. Lo que importaba era el contrato social que, sin firmarlo, lo tenía atrapado.


Primeras sesiones: el despertar incómodo


Un amigo le había sugerido terapia. “Probá, boludo, te va a ordenar la cabeza”, le había dicho en la última juntada. Y allá fue. Con poca fe, pero con la necesidad de escuchar otra voz que no fuera la de su conciencia repitiéndole el mismo dilema cada noche.


La psicóloga lo escuchó, anotó algunas cosas en su cuaderno y le disparó la pregunta que lo dejó clavado en la silla:


—Si tus hijos fueran adultos y te vieran en esta situación, ¿qué consejo creés que te darían?


Silencio. Largo. Incómodo. Porque la respuesta la sabía, pero decirla en voz alta era otra historia.


—No sé —murmuró—. Creo que me dirían que piense en mí.


—¿Y por qué no lo hacés?


—Porque me siento responsable. No quiero que sufran.


—“La responsabilidad de evitar el sufrimiento de los otros nunca puede estar por encima de nuestra propia vida” —respondió ella, citando a Viktor Frankl.


Esa frase lo golpeó como un cross al mentón. No era la primera vez que escuchaba algo así, pero era la primera vez que le sonaba como una sentencia inapelable.


La zona de confort… o de desgaste


La segunda sesión tuvo otro nivel de impacto. La psicóloga le habló de la teoría del apego, de cómo el miedo a la pérdida puede generar dinámicas de dependencia insana. Le citó a Erich Fromm: “El amor inmaduro dice ‘te amo porque te necesito’, el amor maduro dice ‘te necesito porque te amo’”.


—¿Vos creés que el amor en tu relación es maduro? —preguntó la terapeuta.


Tomás bajó la vista. No tenía respuesta. O sí, pero no quería decirla.


—¿Qué harías si no tuvieras miedo?


Otra pregunta sin escapatoria.


La gran charla


Esa noche, Tomás decidió hablar. Miró a su mujer, sentada en el sillón con el celular en la mano. La tele encendida sin que nadie la mirara. Respiró hondo y soltó:


Publicidad:


—Necesitamos hablar en serio.


Ella lo miró con fastidio, sin siquiera levantar la cabeza del teléfono.


—¿Otra vez con lo mismo, Tomás? —bufó.


—Sí, otra vez. Porque sigo sintiéndome atrapado y vos lo sabés.


—¿Atrapado? —dijo ella con ironía—. Mirá qué loco, yo también.


—No juegues a eso. No estamos bien y no podés negarlo.


—¿Y qué querés que haga? —respondió, cruzándose de brazos—. ¿Que me vaya?

¿Que te haga el favor de desarmarte la culpa? Si te querés ir, andate.


Tomás apretó los puños. Sabía que esa era su estrategia: desviar, ponerlo en el lugar del victimario. Pero esta vez no iba a ceder.


—No me respondas con un ataque. Quiero entender… Quiero saber quién sos realmente, porque hay cosas de tu pasado que nunca me cerraron.


Ella endureció la mirada. Silencio. Se puso de pie y fue a la cocina. Volvió con un vaso de agua y lo dejó sobre la mesa.


—No sé de qué hablás —dijo finalmente, con voz baja pero tensa.


—Sí lo sabés —insistió él—. Siempre contaste cosas a medias. Momentos que parecían importantes pero que nunca terminaste de explicar. Como si tuvieras miedo de que yo me dé cuenta de algo.


—Tomás, dejalo ahí…


—No. Si vamos a seguir juntos, necesito saber la verdad.


Justo en ese momento, la hija adolescente, que había estado en la otra habitación, irrumpió sin aviso:


—¿De qué verdad hablan?


Ambos se quedaron en silencio. Ella miró a su madre con una mezcla de desafío y ternura.


—Mamá, siempre nos enseñaste que la verdad es lo más importante. Así que ahora decila.


El comentario golpeó como un mazazo. No venía con tono de reproche, sino de madurez. De claridad. Y eso lo cambió todo.


Nueva sesión: el espejo brutal


En la siguiente terapia, Tomás llegó distinto. Más tenso, más decidido.


—Anoche entendí algo —dijo apenas se sentó—. Siempre creí que mi responsabilidad era sostener la estructura, pero en realidad mi responsabilidad es la verdad. Y creo que llevo años viviendo con una mentira a medias.


La psicóloga asintió. Anotó algo y luego lo miró a los ojos.


—No hay medias verdades, Tomás. Solo verdades que aún no se dijeron completas.


Él suspiró. Sabía que el final estaba cerca. Pero lo peor no era terminar, sino aceptar que el verdadero inicio nunca había existido.


Final abierto. Reflexión inevitable. ¿Cuántos Tomás hay en el Conurbano, sosteniendo estructuras que hace tiempo se derrumbaron en silencio?


Café Temperley - Radio Café

Buen momento para un cortado. Tocá la imagen y poné la Radio🎧


Tu comentario y tu calificación al final de ésta pantalla es bienvenido y compartido con todos los lectores.

Infinitas Gracias!


Ariel Villar

Café Temperley☕



Commentaires

Noté 0 étoile sur 5.
Pas encore de note

Ajouter une note
bottom of page