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No me pasa nada

  • 8 jun
  • 6 Min. de lectura
No me pasa nada. MicroLibro


—¿Qué te pasa, Luqui? —le preguntó la madre, por tercera vez en el día.


—Nada.


—Pero tenés una cara... ¿Peleaste con Lola?


—No, má. Te dije que no me pasa nada.


Mentira. Le pasaban mil cosas. Pero todas eran sin forma, sin nombre, sin cartelito para colgar en la puerta que diga “estoy triste” o “estoy harto” o “estoy confundido”.


Lucas tenía 16 años. Era flaco, algo jorobado por pasar tantas horas sentado, con el cuello en ángulo de gamer. Vivía en una casa prolija de Longchamps, con madre presente, padrastro presente, hermana adolescente, dos perros y una heladera siempre llena. No le faltaba nada.

Tampoco le sobraba esperanza.


La escuela se le volvía un trámite. Copiar, mirar el celular, sobrevivir a los recreos sin que nadie lo bardease por andar de la mano con Lola, que ahora se llamaba León.

Bueno, se hacía llamar León. Pero Lucas no sabía cómo sentirse con eso. La quería. O lo quería. Pero ya no sabía si eso lo convertía en otra cosa.


—¿Y si soy gay? ¿Y si no soy nada? —pensaba.


Y no lo hablaba con nadie, porque nadie le preguntaba eso.

Todos le preguntaban por las notas. Por el curso de inglés que había dejado. Por qué no salía más con los pibes del club.


—Estoy cansado, ma —le dijo una noche.

—¿Cansado de qué, Luqui? Si tenés todo... —respondió ella, con la mejor de las intenciones y la peor de las frases.


Tenía todo. Pero no tenía ganas. Ni planes. Ni motivación. Solo una pila de “debería” que lo agobiaba más que los deberes.


El único momento del día en que sentía algo parecido a vivir era cuando estaba acostado con León. En silencio. Mirando el techo. Con la mano entrelazada y la cabeza sin ruido.


Pero hasta eso lo angustiaba. Porque pensaba que se le iba a ir. Que en cualquier momento iba a venir alguien más resuelto, más seguro de su identidad, de su futuro, de su deseo. Y León lo iba a dejar como todo lo demás: atrás.


—No quiero estudiar —le dijo una tarde al padrastro, mientras regaban juntos las plantas.


—Y bueno, no estudies. Pero hacé otra cosa. Algo. Lo que sea.


—¿Y si no quiero hacer nada?


El padrastro no dijo nada. Lo miró, nomás. Lo miró con una mezcla de pena y ternura. Como se mira a alguien que se está hundiendo en su propio vaso de agua.


Y Lucas pensó: “Si me muriera ahora, no haría tanta diferencia. Todo seguiría igual. Mi vieja seguiría cocinando, mi hermana seguiría subiendo TikToks, León encontraría otro que le diga que lo quiere.”


No lo decía en voz alta. Pero esa idea se le metía como humedad en la cabeza.


Una noche lo escribió en una nota del celular:

“No me pasa nada. Pero tampoco me pasa algo.”


Y ahí quedó.

Nadie lo leyó.

Pero fue la primera vez que se sintió un poquito mejor.


Porque al menos lo había dicho.

Aunque sea, a sí mismo.


---


Una semana después, su madre lo llevó al psicólogo. No lo obligó, pero se lo sugirió con esa voz cargosa de madre que deja en claro que no es una opción.

—Mirá que no es como en las películas, ¿eh? No te va a hipnotizar ni te va a preguntar por tu niñez apenas te sentás —le dijo en el auto, mientras buscaba lugar para estacionar cerca de la plaza.


Lucas no contestó. Ni siquiera miraba el paisaje. En el fondo deseaba que el psicólogo fuera un pelado místico que le revelara algo. Algo que él no sabía de sí mismo. Que le dijera, tipo oráculo:

—Lucas, lo que te pasa es esto.

Y que a partir de ese momento, todo tuviera sentido.


Pero no pasó.


El consultorio era gris, los sillones olían a tabaco viejo y el psicólogo se llamaba Marcelo. Tenía cara de tío divorciado. Le preguntó si quería tutearlo, y Lucas dijo que sí.

—Bueno, contáme por qué estás acá.


Lucas no supo qué decir. Bajó la vista. Pensó en decirle que no le pasaba nada, pero sonaba demasiado cliché. Así que dijo lo primero que se le vino:


—No tengo ganas de vivir. Pero tampoco me quiero morir.


Marcelo no se sorprendió. Asintió apenas y escribió algo en una hoja. Después le preguntó si alguna vez había sentido lo mismo antes. Lucas dudó. No era exactamente lo mismo, pero ya lo había sentido: esa especie de vacío interno, como si nada valiera demasiado.


—¿Qué te gusta hacer? —preguntó el tipo.


—Estar con León. Jugar. Dormir. —Y después agregó—: Pensar. Pensar mucho.


—¿En qué pensás?


Y ahí Lucas se quebró un poco. No se largó a llorar, pero se le humedecieron los ojos.


—En si estoy bien o no. En si soy raro. En si mi papá alguna vez pensó en mí... O si ya me olvidó del todo.



---


El padre biológico de Lucas vivía en Córdoba. Era de esos tipos que mandan un mensaje para el cumpleaños, a veces. Y que te quieren convencer de que la distancia no cambia el amor.

Mentira.


Lucas lo había visto una vez hacía tres años. Vino con una novia joven y una remera con frases en inglés. Le trajo un perfume, como si con eso pudiera comprarse el derecho a volver a ser “papá”.


Desde entonces, silencio.


Su padrastro —el que regaba las plantas, el que se sentaba a ver series con él aunque se durmiera a los diez minutos— era su figura masculina más cercana. Pero Lucas no sabía si se sentía hijo de él. No era lo mismo. No tenía el mismo peso.


Y en medio de todo eso, estaba León.



---


Con León se sentía a salvo. Pero también confundido.


—¿Soy gay si estoy con él? ¿O cuenta porque antes era ella? ¿O no importa nada de eso?

¿Y si después me gusta otra chica? ¿Y si nunca me gusta más nadie?


Tenía miedo de decir algo incorrecto. De herir a León. De herirse a sí mismo.

Se guardaba todo. Y eso lo carcomía.


Una noche, después de una sesión con Marcelo, le mandó un audio a León. No un texto. Un audio de casi dos minutos.

Lo escuchó mil veces antes de apretar “enviar”.

Decía algo así:


—No sé bien qué soy, León. No sé si soy gay, si soy bi, si soy solo tuyo. Lo único que sé es que cuando estoy con vos no tengo miedo. Que me calmás. Que me hacés bien. Que sos lo único que me hace querer estar acá. Y me da miedo eso, porque siento que si un día no estás, no me queda nada. Nada de nada.


Lo mandó y apagó el celular. No quería ver la respuesta.


Se fue a caminar con los perros. Lloviznaba. Era una noche fea.

De esas en que uno se siente más solo aunque esté acompañado.



---


Cuando volvió, León le había contestado con un mensaje simple:


> Yo tampoco sé qué soy. Pero te quiero. Y eso me alcanza.

Vos no estás solo, Lu. Aunque te parezca que sí.

Te quiero como sos, aunque no sepas todavía quién sos.




Lucas se quedó un rato mirando esa pantalla. No lloró. No sonrió.

Solo se permitió algo: respirar profundo.

Y por primera vez en mucho tiempo, no se sintió tan apretado por dentro.



---


Marcelo le dijo un día:

—Vos no estás roto, Lucas. Solo estás buscando el volumen correcto para escucharte.


Y Lucas no supo si era verso de psicólogo o una verdad que todavía no estaba listo para entender. Pero se la guardó.



---


Hoy sigue yendo al colegio. A veces entrega las tareas. Otras no.

Sigue con León, aunque a veces pelean y se dicen cosas feas.

Sigue hablando con Marcelo, aunque hay días que no tiene ganas.


Pero cada tanto, se agarra fuerte de una idea que le viene como un rayo entre tanto ruido:


No saber quién sos no significa que no seas alguien.


Y con eso alcanza, por ahora.

Para no soltar del todo.

Para quedarse un día más.


Ariel Villar

Café Temperley☕



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Ariel Villar

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