1. La caminata al infierno (que tiene changuitos)
Todo empezó como cualquier jueves: yo caminando por la Avenida con la intención de comprar “un par de cosas” en el supermercado chino, que todos sabemos que es la peor mentira que uno puede decirse. Apenas doblé la esquina, me crucé con Marta, la barrendera oficial del barrio, en su tercer round contra la mugre. La veía venir: su escoba era un arma y sus palabras, metralla.
—¿Vos viste esto? —me dijo, señalando un envoltorio de alfajor aplastado—. ¡Esos pelotudos del kiosco tiran todo en mi vereda! Y ni hablemos de los pibes que hacen malabares en el semáforo… ¡Dejan los conos tirados como si esto fuera un depósito!
—Y bueno, Marta, ¡te mantenés activa! —intenté salvarme.
—¡Andá, mocoso, mejor comprate un jabón y lavate el culo, que seguro sos de los que dejan las botellas de birra tiradas!
Mientras intentaba esquivarla, escuché a “Marianito”, el viejo ladino del barrio, que estaba en su habitual puesto de observador de esquina, en pantuflas y con un mate que parecía decorativo.
—Ahí va la Marta, ¿eh? —me dijo con su voz cascada, mientras señalaba a una chica que paseaba un perro—. Che, ¿esa será la nieta del Cacho? Porque tiene un aire… ¡Aunque las piernas, mamita querida, esas piernas son de otra liga!
—Mariano, ¿qué hacés todo el día acá?
—¿Qué voy a hacer? Laburo de inspector barrial, pibe. Si no fuera por mí, esto sería Sodoma y Gomorra.
Seguí avanzando, intentando no imaginar qué significaba “laburo de inspector barrial”. Apenas crucé la avenida, casi me paso por alto a Fabiana y a su novia, Paola, que estaban discutiendo frente a un carrito de pochoclos como si fuera una asamblea parlamentaria.
—¡Te dije que no quiero más pochoclos en la casa, Fabiana! La última vez que hiciste pochoclos quemaste la olla y casi explotamos el departamento.
—¿Por qué tenés que exagerar siempre? ¡Era solo un poco de humo!
—¡Humo mis ovarios! Todavía huele a incendio en la cortina del baño.
Paola se fue, indignada, y Fabiana me saludó con una sonrisa nerviosa.
—Che, ¿vos sabés si el chino vende esas ollas que no se queman?
—Fabi, a vos no te salva ni una olla de titanio.
2. El desfile del supermercado
Entrar al chino es como sumergirse en el centro del drama barrial. En la primera góndola me topé con Diego y Fede, una pareja gay que parecían estar protagonizando un capítulo de “Separados”.
—Te dije que quiero comprar aceitunas rellenas, Diego.
—¿Y para qué? ¡Si después las dejás en la heladera y se ponen como una goma de borrar!
—¡Porque me gustan! Además, vos siempre comprás esa merluza congelada horrible y yo no digo nada.
—Claro, porque la merluza sirve para cocinar, no como tus aceitunitas de mierda.
El chino, que ya tenía la paciencia de un monje budista, les sonreía mientras pasaba una botella de salsa de soja por el scanner. Yo agarré un paquete de yerba y seguí rumbo a la sección de fiambres, donde una escena aún más teatral me esperaba.
Una señora gritaba como si estuviera en un talk show de televisión.
—¡Esto no es jamón, Juan, esto es plástico pintado! ¿Cómo me vas a vender esta basura?
—Es jamón, señora, yo lo vendo todos los días.
—¿Ah, sí? ¡Entonces comételo vos, a ver si sobrevivís!
Mientras esto pasaba, el viejo ladino apareció detrás mío como un ninja de pantuflas.
—¿Viste, pibe? Yo te digo: los chinos nos están envenenando. ¿Vos sabías que meten papel en la carne picada para que pese más?
—Mariano, eso es un mito.
—¡Mito las bolas! Yo lo leí en un grupo de WhatsApp, y ahí no mienten.
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3. La caja registradora, el teatro del absurdo
Cuando llegué a la caja, ya había cola. Delante de mí, Fabiana discutía con Paola, que milagrosamente había vuelto para terminar la compra.
—¡Ya te dije que no necesitamos cuatro botellas de vino, Fabiana!
—¿Y qué querés que lleve? ¿Un juguito de naranja? ¡Parecés una monja, te juro!
Más adelante, Diego y Fede seguían su debate filosófico sobre aceitunas y merluza, pero ahora sumaban una botella de vodka al carrito.
—Con esto, por lo menos, se me olvida tu mal gusto, Fede.
—¡Y a mí tu cara de culo, Diego!
Finalmente, llegó mi turno. Juan, el chino, me miró con cansancio y resignación.
—¿Todo bien? —me dijo, mientras pasaba la yerba.
—Vos sabés que no, Juan. Pero igual, acá estamos.
Juan me guiñó un ojo y me entregó el ticket como si me diera el pasaje de regreso a la cordura.
Salí del supermercado y, justo en la esquina, me crucé con Marianito otra vez.
—¿Viste lo que es la fauna de este barrio, pibe? Esto es mejor que ver tele.
—¿Y vos qué hacés todo el día, además de mirar?
—Anoto. Algún día voy a escribir un libro. Pero no te preocupes, a vos te pongo con nombre falso.
Y ahí, mientras caminaba de regreso, me di cuenta: si alguien escribiera un libro sobre este barrio, probablemente lo venderían en la góndola de ofertas del chino.
Ariel Villar
Café Temperley
Del Autor:
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Ariel Villar
Café Temperley
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