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La Casa Rosada: el reality show del poder.

Foto del escritor: Ariel VillarAriel Villar
La Casa Rosada: el reality show del poder

El primer día como presidente fue un carnaval. Gustavo Bidone, con el traje recién estrenado, la banda presidencial aún con olor a naftalina, y el discurso lleno de promesas, se sintió en la cima del mundo. "Hoy empieza una nueva Argentina", dijo frente al Congreso, mientras el pueblo, todavía con la resaca del domingo electoral, aplaudía con fe ciega.


Pero los días siguientes fueron una cachetada de realidad, como cuando uno se sube al tren Roca y se da cuenta de que el aire acondicionado es más una promesa que un hecho.


—Presi, lo están esperando en el salón azul. Tenemos reunión con el consejo empresario —anunció Sandra, su secretaria privada, con tono apurado y gesto de "¡Por favor, no la cagues!".


El consejo empresario no era otra cosa que un desfile de apellidos ilustres con billeteras aún más pesadas que sus egos. En la mesa, rodeando al flamante mandatario, estaban los popes del agro, los dueños de supermercados, y un par de magnates de la construcción que habían sido habituales en las licitaciones del Estado desde la época de Onganía.


—Presidente, necesitamos claridad. Las retenciones son un problema —dijo uno de los agroexportadores, cuyo campo probablemente era más grande que varias provincias juntas.


—Sí, y la carga impositiva también. No podemos seguir sosteniendo el peso del sistema —añadió otro, que manejaba una cadena de supermercados y tenía fama de pagar sueldos miserables.


Bidone, que apenas había desayunado, sintió un vacío en el estómago que no era hambre. "¿Esto es gobernar?", pensó. Prometió revisar las políticas fiscales y "crear mesas de diálogo", un eufemismo que todos sabían significaba "patear la pelota hasta que explote otro conflicto".


Al día siguiente, el panorama internacional lo golpeó en la cara. Llegaron dos delegaciones: una de Estados Unidos y otra de China. Ambos países estaban más interesados en convertir a Argentina en una pieza del ajedrez global que en discutir temas banales como el desarrollo del conurbano bonaerense.


La reunión con los norteamericanos fue tensa. El enviado especial, un hombre de sonrisa prefabricada y traje impecable, puso las cartas sobre la mesa:


—Presidente, queremos asegurarnos de que la Argentina siga siendo un socio estratégico. Ya sabe, seguridad energética, minería, y, por supuesto, no queremos que ciertas tecnologías chinas entren al mercado local.


Bidone, que apenas entendía la mitad de lo que le estaban diciendo, trató de parecer firme.

—Claro, claro. Vamos a trabajar en eso.


La charla con la delegación china, unas horas después, fue igual de sofocante. El emisario, un hombre sobrio y calculador, habló del famoso "intercambio de cooperación". Traducción: préstamos para infraestructuras que la Argentina iba a terminar pagando hasta el año 2150.


—Presidente, necesitamos garantías para nuestras inversiones en litio y la expansión de la Nueva Ruta de la Seda.


Bidone, ya mareado, prometió analizarlo. Aunque en su cabeza solo pensaba en cómo explicarle al pueblo que el litio no iba a mejorar las baterías de sus celulares, sino que terminaría en autos eléctricos que nunca iban a poder comprar.


Cuando la jornada diplomática terminó, Bidone se desplomó en su sillón de cuero. Carlitos, el asesor estrella, llegó con un nuevo informe.


—Presi, malas noticias. El FMI quiere acelerar las metas de ajuste. Dicen que nos estamos desviando del camino.


—¿Y qué quieren? ¿Que salga a ajustar todavía más? ¿Cómo explico eso? —preguntó Bidone con un gesto de desesperación.


Carlitos, siempre con su sonrisa de vendedor de seguros, contestó:

—Mire, tenemos que manejar el relato. Si ajustamos, lo presentamos como "un esfuerzo para construir el país del futuro". Si no ajustamos, decimos que estamos priorizando el consumo interno. La clave es la narrativa, Presi.


Bidone se agarró la cabeza. Le dolía más que las cifras del dólar blue, que seguía subiendo como si tuviera propulsión a chorro. Se acordó de los actos de campaña, cuando prometía soberanía económica y comida en la mesa de todos los argentinos. Ahora, estaba atrapado entre empresarios locales, potencias extranjeras y un FMI que siempre pedía más sangre.


Esa noche, mientras intentaba dormir, el presidente tuvo un sueño extraño. Estaba de vuelta en el Café Temperley, en una mesa al fondo, con su viejo y los amigos de siempre. La radio del lugar sonaba de fondo, con un tango que hablaba de "ilusiones perdidas".


—Gustavo, vos sos un pibe inteligente, pero la política es un baile de máscaras —le decía su viejo, mientras le cebaba un mate.


—¿Y cómo se hace para no quedarse solo? —preguntó Bidone.


—No podés. Cuando llegás arriba, siempre te quedás solo. Pero eso no significa que tengas que olvidarte de quién sos.


Se despertó con la alarma del celular. Tenía otra reunión con empresarios y una teleconferencia con el FMI. Pero por un segundo, se permitió imaginarse dejando todo, escapándose al Café Temperley y pidiendo un cortado. Quizás ahí, lejos de las presiones y las estadísticas truchas, podía recuperar algo de la realidad que había perdido en la Casa Rosada.

 

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Ariel Villar

Café Temperley

 

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