Inmoral
- 17 feb
- 4 Min. de lectura

Nico tenía 40 recién cumplidos, una seguridad imbatible y el encanto preciso para manejar los tiempos en cualquier conversación. Nunca apuraba, nunca mendigaba. Su atractivo no era solo físico —que lo era, con su barba bien recortada, el cabello con algunas canas estratégicas y un cuerpo trabajado sin exageraciones— sino en la forma en que se movía, en cómo miraba y, sobre todo, en cómo escuchaba.
Tenía el timing exacto para hacer que cualquier mujer se sintiera la única en la habitación.
Esa noche, después de un evento de marketing en Puerto Madero, terminó en un after en un bar elegante pero sin pretensiones. Música en el punto justo, luces cálidas, la clase de lugar donde la noche prometía sin necesidad de gritos ni corridas. Él estaba apoyado en la barra, con un whisky en la mano y la postura de quien no necesita demostrar nada.
Entonces la vio.
Valen había entrado con un grupo de amigos, risueña, con el pelo desordenado y la energía chispeante de quien todavía no ha aprendido a desconfiar del todo. Se movía como si el mundo le debiera una fiesta eterna, con esa mezcla de inocencia y peligro que solo tienen algunas mujeres a los 22.
Él la miró.
Ella lo vio mirarla.
Y sonrió.
No fue inmediato, porque los hombres como Nico no se acercan de golpe. Juegan con el aire, con la distancia, con la espera. Dejó que el tiempo hiciera su trabajo, que ella sintiera la presencia de esa mirada sin necesidad de interrumpir su charla. Hasta que ella misma lo buscó con los ojos, con esa mínima inquietud de quien se sabe observada y quiere más.
Cuando por fin se acercó, no fue con un “hola” común y corriente.
—¿Siempre entrás en los lugares así, como si los iluminaras desde adentro?
Ella arqueó una ceja, divertida.
—¿Siempre tirás frases así, como si te importara la respuesta?
Sonrió él. Sonrió ella. Y ahí empezó el incendio.
El Juego del Deseo
La charla fluyó como si se conocieran de otra vida. Él le pidió un gin tonic sin preguntarle qué tomaba. Ella dejó que la sorprendiera. Él usó metáforas para describir su trabajo:
—“hago que las marcas enamoren sin que se note”—
y ella, lejos de intimidarse, le retrucó que eso era básicamente manipulación emocional con presupuesto.
La química era eléctrica.
El primer roce fue casual: un dedo sobre su muñeca mientras le hablaba al oído por el volumen de la música. Un roce insignificante, en teoría, pero ella se estremeció. Él lo notó.
La segunda vez fue más intencional: cuando se inclinó para escucharla mejor, la mano en su cintura fue lo suficientemente firme como para que ella lo sintiera en todo el cuerpo.
La tercera, ya no importaba.
Para cuando subieron al ascensor del Faena, ella estaba convencida de que todo en él era distinto a lo que conocía. No había urgencia adolescente ni torpeza improvisada. Había un manejo del deseo calculado, una forma de alargar el placer que la dejó temblando antes siquiera de entrar a la habitación.
Y cuando entraron, entendió que hasta ese momento nunca había sabido lo que era realmente ser tocada.
La Relación Secreta
Las primeras semanas fueron un delirio.
Se encontraban en hoteles, en su departamento, en bares donde nadie los conocía. Compartían vino en la bañera, desayunos con medialunas devoradas entre risas y noches donde la ropa quedaba olvidada en el camino entre la puerta y la cama.
Él la sacó del mundo adolescente y la metió en otro donde la ropa importaba, pero más aún la forma de quitársela. Le enseñó a disfrutar de los silencios tanto como de las palabras. A esperar los mensajes sin desesperarse, porque él no necesitaba estar todo el día en el teléfono para demostrarle que la deseaba.
Ella lo hizo sentir joven sin ridiculizarlo. Le recordó lo que era reírse hasta que doliera la panza, lo que era salir a la calle sin plan y terminar en un mirador viendo las luces de la ciudad con un café en la mano.
Pero la realidad tenía otros planes.
Un día, sin darse cuenta, cruzaron la delgada línea entre la pasión secreta y el escrutinio público.
Y ahí empezó la pesadilla.
La Inquisición Moderna
El problema no fue que estuvieran juntos. El problema fue que alguien los vio.
Una historia en Instagram con dos copas de vino. Un reflejo en una ventana. Un “te juro que no le voy a contar a nadie” que se convirtió en el inicio de un chisme imparable.
Al principio fueron murmullos. Comentarios ambiguos. “¿Sabías que Valen está con un tipo de cuarenta?”.
Después vinieron los memes.
“Cuando pasás del after al after office.”
“¿Cómo le dice? ¿Pa o amor?”
“Qué rico el azúcar del día.”
El ataque fue tan rápido y despiadado que ni siquiera pudieron defenderse. A Valen la llamaron de la facultad para hablarle sobre su “imagen”. La madre la sentó para decirle que tenía “un problema con los hombres mayores”. Sus amigas le dejaron de contestar.
A Nico, los clientes le empezaron a cancelar reuniones. Su jefe le dijo que “quizás era mejor tomar un perfil más bajo en redes”.
No hicieron nada malo. No lastimaron a nadie. Pero el mundo decidió que su relación era incorrecta, inmoral, inaceptable.
Y no se podía pelear contra el mundo.

La Última Noche
Se vieron por última vez en el departamento de Nico.
Ella lloró sin escándalos. Él la abrazó sin promesas.
—Nos comió la gente — dijo ella, con una tristeza infinita.
—Nos comió el miedo —corrigió él.
Y quizás tenía razón.
Se despidieron sin rencores, sin culpas. Solo con la certeza de que, en otro tiempo, en otra historia, habrían sido imparables.
Pero en esta, la moral ajena les ganó la batalla.
Días después, Valen borró su Instagram y cambió de facultad.
Nico aprendió a tomar el whisky más amargo.
Y el mundo, tan rápido como los destruyó, se olvidó de ellos...
Ariel Villar
Café Temperley☕
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Ariel Villar
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