Antes, al menos, la gente disimulaba. Había una fachada. Una especie de pacto tácito que sostenía la estructura social en pie. Ahora no. Ahora está todo roto, y el sentido común es un fósil que se encuentra solo en algún manual de educación cívica olvidado en la biblioteca de una escuela pública. Es como si, colectivamente, hubiéramos decidido apagar el piloto automático del razonamiento lógico.
En la calle: sobrevivir al caos vehicular
Si querés entender el colapso del sentido común, basta con pararte en una esquina concurrida de cualquier barrio del conurbano. Los autos pasan como si el semáforo fuera un adorno de navidad. El peatón, lejos de esperar su turno, cruza como quien se lanza al abismo, confiando en que algún milagro lo salve. Y si de bicis y motos hablamos, ya ni se trata de leyes: son kamikazes urbanos, esquivando colectivos con la habilidad de un artista callejero, pero con el instinto de supervivencia de un mosquito.
Y ojo con el que maneja. Hay un nuevo deporte nacional: usar el celular al volante. Si antes uno miraba por el retrovisor para cambiar de carril, ahora se mira la pantalla de WhatsApp. Total, que se corra el otro, ¿no? ¿Y los conductores que estacionan en doble fila a la salida de las escuelas? ¡Un aplauso! Esa coreografía diaria de bocinazos y gritos es el soundtrack de la crianza moderna.
El transporte público: una selva con ruedas
El Roca, ese bendito tren, es la versión bonaerense de "Los Juegos del Hambre". Subir a las siete de la mañana es un desafío físico y emocional. Ahí no hay códigos. Se empuja, se tropieza y si llegaste a agarrar un asiento, te miran como si fueras un aristócrata ruso en plena revolución. Encima, ahora todos viajan con el celular a volumen máximo. Que si cumbia, que si tutoriales de maquillaje o el último audio de la tía Rosa. En ese vagón no hay privacidad ni paz.
Los bondis, ni hablar. El que sube sin saldo en la SUBE y discute media hora con el chofer, el que pone la mochila en el asiento como si hubiera comprado dos boletos. Todo eso mientras los choferes esquivan pozos y autos como si manejaran en el Dakar.
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La educación: ¿quién enseña a quién?
Acá se pone más denso el asunto. Antes el maestro era una figura de respeto. Hoy, un profesor que le pone un uno a un pibe por no estudiar termina con una denuncia en la dirección. Los padres ya no educan; tercerizan la responsabilidad en la escuela. Y si los chicos no aprenden, el problema es del sistema, nunca de la casa.
La educación en casa, mientras tanto, se resume a “dale el celular así no molesta”. Los pibes crecen con influencers como referentes y no saben lo que es un libro. Si le preguntás a un adolescente quién es Borges, te contesta que debe ser un streamer nuevo.
En el aula, mientras tanto, los docentes están desbordados. Entre intentar enseñar y sobrevivir a la indiferencia de los alumnos, muchos ya ni se molestan. Total, ¿para qué? Si después al pibe lo pasan igual. El "no repitás para no estigmatizar" es el nuevo mantra. Así vamos criando generaciones que saben sumar likes pero no restar.
La adolescencia: entre TikTok y la alienación
La adolescencia de hoy es un campo minado. Antes, los problemas eran simples: una nota baja, un corazón roto, algún reto en casa. Ahora es un tsunami constante de redes sociales, modas absurdas y la búsqueda interminable de validación online.
Los pibes se han vuelto expertos en todo menos en vivir. Saben editar videos con filtros, pero no saben cómo pedir un turno en el médico. Hablan de derechos con una soltura envidiable, pero no entienden la responsabilidad que viene con ellos. Y la rebeldía, que antes tenía algo de poesía, ahora se reduce a desafíos estúpidos como prender fuego un contenedor para subirlo a Instagram.
El hogar: de escuela de vida a depósito de pibes
El hogar, que solía ser el lugar donde uno aprendía los primeros modales, se convirtió en un depósito de adolescentes hiperconectados. Los padres, agotados por la rutina o simplemente desinteresados, han dejado de marcar límites. ¿El resultado? Una generación que no entiende el concepto de “no”.
No es que los chicos sean malos. Es que nadie les enseñó cómo ser buenos. Y en ese desmadre, el sentido común se perdió entre los algoritmos y las pantallas. Los padres ya no son guías, son colegas que se ríen de las mismas pavadas que los hijos, mientras comparten memes y se quejan de los precios.
El veredicto final
El problema no es que el sentido común se haya perdido. Es que ya ni siquiera lo extrañamos. Nos acostumbramos al caos, a la falta de respeto, a la indiferencia. Y eso es lo más alarmante.
El sentido común, ese tesoro olvidado, no se recupera con leyes ni campañas de concientización. Se recupera desde adentro, desde cada uno. Pero claro, para eso hace falta algo que hoy parece un lujo: detenerse a pensar. Mientras tanto, seguimos en piloto automático, corriendo hacia un futuro cada vez más irracional.
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Ariel Villar
Café Temperley
Alguien más coincide?